viernes, 28 de octubre de 2016

"YO SOY FELIZ"







¡YO SOY FELIZ!
Uno de nosotros. Una de nosotras:
¡Es igual!
Yo soy así, tú eres así, él es así, nosotros…
¿Sigo conjugando?
¡YO SOY FELIZ!
A pesar de ese o aquél. A pesar de mi YO…
¡Hay que intentarlo!

Abro la ventana: ¡Entra el SOL!
Escucho un piar. Aspiro el aroma de una flor
y sueño:
En  la próxima esquina: Me espera mi amor…

Qué más puedo pedir a la vida,
si veo y siento al sol,
escucho a los dulces pajarillos
…Me embriagan los aromas de una flor
y…, además:
“En  la próxima esquina: Me espera mi amor…”

Mas me olvido de una cosa:
¿Me olvido yo, de mi “YO”?
Ese yo, que no se conforma aunque siente,
escucha, huele, ama…
Ese “YO”, magnífico a veces
…Otrora atroz.

“YO”..., que me inunda, me absorbe y
me hace olvidar la música de esos pájaros,
el aroma de aquella flor. Los rayos
que me iluminan y calientan.
Tampoco mis ojos pueden ver, en la esquina, a mi amor…

Una de nosotras. Uno de nosotros
¡Es igual…!

Yo soy así. Tú eres así. Él es así. Nosotras…
¿Sigo conjugando? ¡Qué aburrido!
(No me quiero pasar)
ALICANTE 28/10/2016
Mª Jesús Ortega Torres






sábado, 1 de octubre de 2016

EL CONDUCTOR (Pequeño relato)





EL CONDUCTOR
(Pequeño relato)
      
       El viaje se empezó a realizar como estaba previsto. A  la  llegada puntual, del autobús y a la colocación, en el lugar que le correspondía de nuestro equipaje, comenzó el trayecto hacia casa: Setecientos kilómetros de Norte a Sur, en forma de cuatro, y con tan solo dos paradas para estirar las piernas y reponer fuerzas con algún refrigerio eventual y apetecible.
       Pensé, mientras me colocaba el cinturón de seguridad, que a no ser que utilicemos el rápido y aséptico avión, o el tren, igualmente, con su alta velocidad, no nos acostumbraremos, nunca, a las largas distancias, pues solo por no pasar el martirio que comportan estos viajes de autobús, ya valoramos su necesidad y el placer que podemos obtener de los mismos; de todos modos, yo estaba contento y mi familia también. A la sazón, habíamos cambiado de “aires” y regresábamos todos, algo renovados y con ánimo de seguir las batallas diarias que nos tocara afrontar.
       Los días de asueto, parecen irse en “un periquete”. Alguna  tormenta seca nos evocó el otoño, más que el entrado Agosto en que nos encontrábamos y que nos disponíamos a  disfrutar. Resguardados entre cuatro paredes —ventanas y puertas cerradas—, nos blindábamos a esas tormentas y a su electricidad maléfica, que parecía no querer perdonar a nadie.
       La última tarde de tormenta y última de vacaciones, mi familia recogía, gozosa, las palomitas de maíz que querían invadir nuestra cocina en la casa rural que nos cobijaba. Yo con el eco de los últimos sonidos estruendosos de la tormenta, salí a pasear. Había alcanzado las choperas, cuando, entre los chopos, divisé una sombra que se alejaba a toda prisa. Me acerqué al punto primero en el que la había percibido. A lo lejos se escuchaban los ladridos de varios perros, que, al unísono y sonoramente, parecían reclamar su alimento.
       Miré a  lado y lado y no vi nada extraño. Luego fijé mi vista hacia adelante y tampoco hallé algo nuevo…
       ¿Por qué corría el personaje de los chopos? Habría entrado a las choperas a lastimar a algún chopo con su orín, pensé, y di la vuelta para seguir mi camino, pero enseguida volví sobre mis pasos e inicié el regreso en el sentido contrario del tomado por la sombra. Vi que la tierra, de entre  los chopos, apenas se había mojado con la tormenta seca y no se había formado barro. Caminé unos treinta pasos e intuitivamente, paré y merodeé por los alrededores. El silencio de la tarde y la lenta huída del sol, iban haciendo el lugar algo tenebroso.
       “Por aquí hay un herido o un muerto, huelo a sangre”— pensé para mis adentros—. Deambulé unos metros más, parándome en todos los chopos y prosiguiendo tras examinarlos. Me llamó la atención la visión de un trozo de saco amarillo, de los usados para abono, que sobresalía del lateral de un chopo. Me acerqué cautelosamente y mis ojos se abrieron tanto, que por un instante, pensé que me saltarían de sus órbitas.
       Sí.
Sí, sí…, allí había un joven de unos veinticinco años, tendido en el suelo y cubierto con una bolsa de plástico amarilla. Me quité mi sariana de forro escocés y alejando del joven, ese plástico amarillo que lo cubría, se la puse por encima. Le tomé el pulso y a continuación llamé a la policía.
       Lo contemplé un rato y hasta que llegaron la ambulancia y la policía, estuve junto al joven que estaba muerto. Se lo llevó la ambulancia para hacerle la autopsia.
       Tenía una herida profunda en la región frontal. La policía merodeó en un diámetro de veinte o treinta metros y encontraron una piedra rodada de río, de tamaño mediano, manchada de sangre. La recogieron con unos guantes, aislándola en una bolsa. Otro tanto hicieron con un resto de cigarro puro que hallaron templado.
       Creo que la policía me tuvo a mí, como principal sospechoso, porque a veces, sucede que es el autor del crimen el que lo delata, y lo hace, precisamente, para quitarse de en medio en la lista de sospechosos. Son sus declaraciones, que cambia inconscientemente, las que lo delatan y también su nerviosismo y  profuso sudor, los que le hacen parecer, irreversiblemente, como autor del hecho. Yo, le repetí a la policía, todo lo que había ocurrido, y cuando me “invitaron” a acompañarles a la comisaría más cercana, al dejarme marchar con mi familia, había repetido los hechos cuatro veces.
       Me puse algo “mosca” porque no dejaba de pensar cómo la policía parecía haberla tomado conmigo. Repetir cuatro veces lo mismo, no es que me cansara, pero yo me decía ¿para qué…? ¿Para qué querrán, estos sabuesos, escuchar uno hechos tan simples de nuevo? Estaba todo muy claro: Una tormenta seca espantosa. Mis hijos y mi esposa haciendo palomitas en la cocina de la casa rural…, mi paseo en el bosque de chopos cuando calmó la tormenta. La sombra de alguien, corriendo por esos chopos que siempre, desde que llegamos, me habían fascinado tanto.
        Mi deseo de averiguar si había algún motivo para huir y la exploración posterior,  en sentido contrario… Todo, todo, muy bien detallado, hasta les dije el tiempo que tardé en tomarle el pulso y llamarlos.
       Ellos, los sabuesos, es decir la policía, se enteraron por mí que al día siguiente marchábamos, mi familia y yo de regreso a casa, y me dijeron con una sonrisa, que fuera a ayudar a mi mujer a hacer el equipaje. Pensé cuando iba de regreso, que si la policía sabía tanto, era porque preguntaban sin descanso  y mucho. Pensé, además, que eran unos filósofos frustrados, ya que a todo apostillaban: ¿por qué, por qué…? Rebobinando por el camino, volví a sentir la mirada aguda que me dirigió el Inspector, cuando por cuarta vez yo les decía que le había tomado el pulso y lo había cubierto con mi sariana.
       Sí, la policía del lugar, creo que había podido aprender de memoria, los hechos que yo les había explicado. Todo estaba tan claro como el agua que corría y limitaba las choperas donde yo me había llevado tamaño susto.
       Estaba diciéndole a mis hijos que hablaran un poquito más bajo y no molestasen con los pies a los dos viajeros de delante, cuando el autobús, de momento, paró en seco y subieron dos agentes de la policía. Le dijeron al conductor algo al oído y este se levantó y gritó mi nombre.
       Lo que sigue, salió en la prensa con toda suerte de detalles y la verdad, el razonamiento del señor Inspector, el que me miró con esa mirada penetrante, no podía tener más lógica.
       Yo sabía que cuando una persona por un traumatismo quedaba inconsciente, podía tener un prolapso de la lengua en la faringe que no le permitiría respirar. No ignoraba y sabía cómo reanimarle. También y durante toda mi experiencia profesional, había constatado la urgencia de la llegada de una ambulancia y la importancia de los cuatro primeros minutos de inconsciencia de cualquier persona que pierde el pulso. Yo sabía cómo la resucitación cardio-respiratoria con las técnicas que había aprendido y tantas veces había presenciado, había logrado salvar a tantas personas.
       A las dos horas de marchar de la comisaria, ellos, esos polis sabuesos, ya sabían que Gerardo, el joven al que yo había tirado ese canto rodado, con tanta rabia y mala fe y sobre todo con intención de que fuera lo último que sintiera en su vida, era biznieto de un cacique del lugar que por una venganza personal, había hecho que mis antepasados tuvieran que emigrar, y, mal vendiéndoselo todo a él, tuvieran una vida muy difícil.
       Desde pequeño, yo había escuchado las trágicas historias que habían acaecido a todos los miembros de mi familia y el gran esfuerzo que les supuso a todos ellos sobrevivir. Esto no era una venganza. Era el destino de ese Gerardo que representaba a la cuarta generación desde su bisabuelo y que había podido llegar con tanta facilidad a dónde había querido.
       El Inspector me mostró, en una pequeña bolsita, la arenilla pegada a los guantes que utilicé para coger la piedra. A pesar de haberlos sacudido, quedaron como testigos inapelables. La prueba mayor fue mi falta de ética al no tratar de iniciar la reanimación y llamar con mi móvil al servicio de urgencias nacional, que posiblemente lo hubiera salvado.
       Sí. No tirarle la piedra habría sido lo mejor. Tratar de olvidar, como siempre decía mi abuelo, también habría sido bueno, aunque lo ideal hubiera sido no tener como profesión la de conductor de ambulancias y sin falta de tanta dialéctica vana, haber asistido a ese Gerardo, que tenía derecho a seguir viviendo. Posteriormente me enteré, que el  Inspector, sí,  el que me quería confundir con su mirada, para poder ser Inspector de policía, tuvo que estudiar una Diplomatura y eligió la de Enfermería; si hubiera elegido cualquier otra profesión, quizá, yo no estaría ahora en Picassent.
       Yo me lo sabía todo. Él también.

Castellón de la Plana 5 de Septiembre de 2016
Mª Jesús Ortega Torres
Fotografía de "Bosque de chopos" SANTURDE DE RIOJA