CAPÍTULO VII
"EL HIJO"
MARTA CORNEJO
Las ajetreadas mañanas de hospital,
con enfermeras y médicos que entraban y salían de la habitación, daban paso a
las tardes diáfanas que se extendían en la luminosidad del cuarto. Lucía se encontraba
cada día un poco mejor y era más consciente de todo. Aun así no lograba
recordar los sucesos acaecidos ni evocar la imagen del pazo, esa imagen que
había rondado por su cabeza durante tanto tiempo. Solo, en alguna ocasión,
habían vuelto a su mente sensaciones difusas que sentía como un martillo
metálico golpeando sus sienes, pero que desaparecían sin dejar rastro.
Pedro, que estaba escribiendo
una historia con todo lo sucedido, iba y venía a La Alberca, turnándose con
Berta en acompañar a Lucía. La presencia de Pedro se había convertido en un
apoyo impagable: callaba cuando era preciso, le hablaba cuando lo necesitaba,
le mostraba un afecto incondicional, bromeaba y le contaba pequeñas historias
que hacían más llevaderas las largas horas de hospital. Era el abrigo con
el que Lucía se arropaba y su calor empezaba a ser vital para ella.
Una tarde de marzo, Lucía miraba por
la ventana los tímidos brotes de las ramas del olmo que se erguía por encima de
los demás árboles del pequeño jardín. Pedro entró y le dio un beso en la
mejilla.
—¿Cómo estás hoy?
—Muy bien. He andado por el pasillo
un buen rato y me he tomado todo el desayuno y casi toda la comida.
—Así me gusta, estás hecha toda una
mujer —bromeó Pedro con una sonrisa cómplice.
—Tengo una buena noticia: el viernes me dan el alta
—Lucía le sonrió.
—Estupendo, Lucía, estoy seguro de
que en tu casa terminarás de recuperarte del todo.
—Sí, eso creo. Además, ahora que
viene Diego prefiero estar en casa y aprovechar cada minuto para disfrutar de
él.
—Muy bien. Yo me iré al pueblo. Tengo
mis cosas un poco abandonadas.
—Pedro, gracias por estar conmigo y
por dejar aparcados tus asuntos. Has sido una ayuda fundamental para mí y… no
sé cómo agradecértelo, de verdad —Lucía miraba a Pedro con los ojos húmedos
mientras cogía su mano y la apretaba con fuerza.
—Agradécemelo poniéndote buena pronto
—Pedro respondió a la presión de la mano de Lucía.
—Berta y tú habéis sido mi apoyo…y lo
sois todavía…
—Lucía, yo he estado donde quería
estar y… espero seguir estando, si tú quieres —la mirada de Pedro se dirigió
intensa a los ojos llorosos de Lucía.
—Claro que quiero…
—Mira, —Pedro, sentado frente a
Lucía, se inclinó para estar más cerca de ella —yo voy a marcharme y te dejo
con tu hijo para que disfrutes plenamente de los días que va a estar aquí.
Después volveré y hablaremos de nosotros, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —Lucía apenas controló su
impulso de reír y llorar a la vez.
Pedro se inclinó aún más y besó
suavemente a Lucía en los labios. Ambos notaron una sensación cálida que creían
ya olvidada.
Los días con Diego, ya en Valladolid,
transcurrieron demasiado rápidos. Los paseos junto al río, los largos desayunos
en la cocina, las visitas de los amigos… A Lucía le parecía un milagro tener a
su hijo otra vez en casa. Había sentido su marcha como un auténtico desgarro.
Pero sabía que no debía retenerlo, no podía ser un obstáculo en su camino.
Lucía tenía ganas de vivir y se
esforzaba por recuperar su vida, lejos de obsesiones y pesadillas. La compañía
de Diego le daba fuerzas. Pedro hablaba mucho por teléfono con ella y el cariño
de su familia y de sus amigos estaba resultando definitivo en su curación. Solo
alguna noche que Diego había salido, estando sola en casa, había intuido alguna
sensación extraña que apartaba inmediatamente de su cabeza, pero que le dejaba
un rastro amargo, como si masticara herrumbre y polvo.
Una tarde intentó ponerse a pintar de
nuevo, quería saber si volvería la imagen recurrente de tantas otras
veces…, pero su mente se hallaba en blanco. Estaba ensimismada,
intentando definir un contorno que le era familiar, pero que no era capaz
de plasmar, y abandonó los pinceles. En ese momento sonó el teléfono. Era el
doctor Moura, uno de los doctores del hospital donde había pasado más de un
mes.
—¿Cómo se encuentra, Lucía?
—Bien, doctor. Estoy tranquila, pero
tengo algunas lagunas y no puedo recordar ciertas cosas.
—Bueno, es normal. Piense que sufrió
un gran shock.
—Sí, supongo que sí…
—Verá, Lucía, he estado estudiando su
caso con mucho interés y me gustaría cambiar impresiones con usted. Tengo unos
días libres y podría acercarme a Valladolid, si no tiene inconveniente.
—Por supuesto que no, doctor, venga a
casa cuando quiera, me encantará hablar con usted. Pero, ¿ocurre algo por lo
que deba preocuparme? —Lucía se alarmó.
—No, no, por favor, no se preocupe.
Únicamente quiero que hablemos porque quizá pueda ayudarla, si no a
comprender, sí a aceptar todo lo que le ha ocurrido. La verdad es que, hoy por
hoy, la ciencia— dijo —no puede explicarlo todo.
El doctor Moura acudió el fin de
semana a la cita con Lucía. Berta y Diego la acompañaban. Mientras tomaban
café, el doctor les explicó su teoría de lo sucedido.
—Muchos puntos pueden tener alguna
explicación científica, pero como le he sugerido por teléfono, a la
neurociencia le queda mucho camino por recorrer.
—Doctor, yo siempre he sido una
persona muy intuitiva, pero realista y práctica, a la vez. No creo que llegue
nunca a entender lo que me ha ocurrido, lo que quiero es olvidarlo y,
sencillamente, vivir.
—Verá —explicó el doctor Moura—, la
memoria de los sucesos traumáticos, que dejan un rastro marcado sobre la psique
(tragedias violentas, muertes, pérdidas desgarradoras…), puede ser barrida, o
neutralizada a través de otro suceso traumático de igual o mayor impacto
emocional. La fuerza del segundo shock anula la huella del primero, por decirlo
de algún modo. Ello ha sido demostrado en numerosos estudios sobre pacientes
afectados por grandes traumas. Por tanto, el impacto del rayo puede haber
borrado la memoria heredada de los sucesos sufridos por su antepasada, su
bisabuela. Queda por resolver cómo ha llegado hasta usted la presencia tan
intensa de unos hechos ocurridos muchos años antes. Por el motivo que sea,
sus conexiones neuronales son, o al menos eran, hipersensibles y habían
captado imágenes y voces marcadas de algún modo en su herencia genética. Según
la teoría de la Bioneuroemoción, los herederos van acumulando, en forma de
dolencias físicas o mentales, los conflictos no resueltos del pasado familiar.
La ciencia está investigando al respecto, pero no hay todavía resultados ni
explicaciones definitivas.
—Doctor Moura, me cuesta trabajo
comprender por qué me ha ocurrido esto, es más, no recuerdo el día de la
tormenta ni tampoco la historia de mis antepasados. Solo sé lo que me han
contado y, si le soy franca, quizá sea mejor así.
—Entiendo su postura. Pero si cambia
de opinión, sepa que su caso es digno de ser estudiado con más detalle y yo
estaría dispuesto a hacerlo si usted quisiera realizar algunas sesiones de
terapia en mi consulta.
—Doctor, le agradezco su interés,
pero solo quiero empezar de nuevo y disfrutar de lo que tengo. No quiero volver
atrás ni hurgar en el pasado. En este momento solo me preocupa el presente
—Lucía miró a Diego—. No necesito nada más.
Lucía despidió al doctor Moura
y, cuando este se marchó, comenzó a llorar. Berta, preocupada, le
preguntó qué le ocurría. Lucía lloraba de felicidad, al fin se sentía liberada.
Quería ser una mujer nueva, olvidar sus obsesiones, dejar de sufrir. Era una
superviviente y solo quería ser feliz. Solo anhelaba pintar cielos abiertos y
paisajes multicolores. Solo necesitaba desterrar las sombras de su alma.
Diego regresó a Australia. La
despedida fue difícil, pero Lucía sabía que Diego siempre estaría con ella,
aunque viviera a miles de kilómetros de distancia. Era consciente de que su
hijo estaba bien en Melbourne, de que le gustaba su trabajo, y había intuido,
además, que probablemente también tuviera allí algo parecido a una novia.
Estaba claro que su vida se encontraba allí.
Lucía ahora se sentía una mujer nueva
y había aprendido a valorar lo que tenía. Ante ella tenía un nuevo reto, su
relación con Pedro. También quería volver a poner en marcha la tienda, cerrada
durante varios meses, retomar la pintura… Si alguna sombra pasaba fugazmente
por su mente, la borraba de inmediato.
La primavera vestía de
aguaceros y tardes cálidas la ciudad, mientras Lucía y Pedro se acomodaban a
una situación nueva en sus vidas. Lucía intentaba disfrutar con cada pequeña
cosa que la vida le proporcionaba, pero de cuando en cuando sufría episodios de
ausencia que preocupaban a Pedro.
Lucía y Diego hablaban un par de
veces por semana. La pantalla del ordenador le devolvía una imagen algo
deformada de su hijo, pero, al menos podía verlo. Lo conocía muy bien, sabía si
estaba contento, o triste, o cansado…
Últimamente parecía preocupado.
Una noche, el rostro de Diego
delataba una fatiga que Lucía no había notado otras veces. No quería ser la
típica madre pesada y había estado evitando preguntarle, pero ya no podía más.
A su hijo le ocurría algo. Después de insistirle mucho, finalmente, Diego le
contó lo que le pasaba.
Desde hacía días vivía obsesionado
por un sueño cada vez más frecuente: soñaba con una gran tormenta, sentía que
le envolvía una luz cegadora, escuchaba un ruido abrumador y notaba una
sacudida interna, su cuerpo parecía arder y caía a tierra en un espasmo
violento. Se desplomaba sobre la tierra mojada.
Había sido alcanzado por un rayo.
ALICANTE MAYO DE 2015