domingo, 30 de agosto de 2015

LOS ROSALES EN SANTURDE





  Los rosales en Santurde, han florecido y  florecen,
adornando los caminos, los perfuman y embellecen.
Hay rosas de mil colores: rojas, naranjas y blancas…
y muchos colores más. Su tacto es de terciopelo.

Naturales…, parece que van a hablar y decir con alegría
que el calor del sol les gusta, que también aman la lluvia,
aunque el viento las asusta… ¡No es para menos!
El aire las vuelve efímeras, las disipa, las maltrata,
querrían que no existiera y conservarse lozanas.

Todos tenemos ese viento y es el tiempo,
las rosas…, también tú y yo.
De las rosas quedarán, de recuerdo: su color,
de recuerdo: sus aromas.
De nosotros quedarán: El pensamiento. El amor.

SANTURDE DE RIOJA 7/08/2015
Mª Jesús Ortega Torres


domingo, 23 de agosto de 2015

"EL HIJO" CAPÍTULO VII DE ¿PUNTO Y FINAL? POR MARTA CORNEJO






 CAPÍTULO VII

"EL HIJO"

MARTA CORNEJO


Las ajetreadas mañanas de hospital, con enfermeras y médicos que entraban y salían de la habitación, daban paso a las tardes diáfanas que se extendían en la luminosidad del cuarto. Lucía se encontraba cada día un poco mejor  y era más consciente de todo. Aun así no lograba recordar los sucesos acaecidos ni evocar la imagen del pazo, esa imagen que había rondado por su cabeza durante tanto tiempo. Solo, en alguna ocasión, habían vuelto a su mente sensaciones difusas que sentía como un martillo metálico golpeando sus sienes, pero que desaparecían sin dejar rastro.
Pedro, que estaba  escribiendo una historia con todo lo sucedido, iba y venía a La Alberca, turnándose con Berta en acompañar a Lucía. La presencia de Pedro se había convertido en un apoyo impagable: callaba cuando era preciso, le hablaba cuando lo necesitaba, le mostraba un afecto incondicional, bromeaba y le contaba pequeñas historias que hacían más llevaderas  las largas horas de hospital. Era el abrigo con el que Lucía se arropaba y su calor empezaba a ser vital para ella.

Una tarde de marzo, Lucía miraba por la ventana los tímidos brotes de las ramas del olmo que se erguía por encima de los demás árboles del pequeño jardín. Pedro entró y le dio un beso en la mejilla.
—¿Cómo estás hoy?
—Muy bien. He andado por el pasillo un buen rato y me he tomado todo el desayuno y casi toda la comida.
—Así me gusta, estás hecha toda una mujer —bromeó Pedro con una sonrisa cómplice.
Tengo una buena noticia: el viernes me dan el alta —Lucía le sonrió.
—Estupendo, Lucía, estoy seguro de que en tu casa terminarás de recuperarte del todo.
—Sí, eso creo. Además, ahora que viene Diego prefiero estar en casa y aprovechar cada minuto para disfrutar de él.
—Muy bien. Yo me iré al pueblo. Tengo mis cosas un poco abandonadas.
—Pedro, gracias por estar conmigo y por dejar aparcados tus asuntos. Has sido una ayuda fundamental para mí y… no sé cómo agradecértelo, de verdad —Lucía miraba a Pedro con los ojos húmedos mientras cogía su mano y la apretaba con fuerza.
—Agradécemelo poniéndote buena pronto —Pedro respondió a la presión de la mano de Lucía.
—Berta y tú habéis sido mi apoyo…y lo sois todavía…
—Lucía, yo he estado donde quería estar y… espero seguir estando, si tú quieres —la mirada de Pedro se dirigió intensa a los ojos llorosos de Lucía.
—Claro que quiero…
—Mira, —Pedro, sentado frente a Lucía, se inclinó para estar más cerca de ella —yo voy a marcharme y te dejo con tu hijo para que disfrutes plenamente de los días que va a estar aquí. Después volveré y hablaremos de nosotros, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —Lucía apenas controló su impulso de reír y llorar a la vez.
Pedro se inclinó aún más y besó suavemente a Lucía en los labios. Ambos notaron una sensación cálida que creían ya olvidada.
  Los días con Diego, ya en Valladolid, transcurrieron demasiado rápidos. Los paseos junto al río, los largos desayunos en la cocina, las visitas de los amigos… A Lucía le parecía un milagro tener a su hijo otra vez en casa. Había sentido su marcha como un auténtico desgarro. Pero sabía que no debía retenerlo, no podía ser un obstáculo en su camino.
Lucía tenía ganas de vivir y se esforzaba por recuperar su vida, lejos de obsesiones y pesadillas. La compañía de Diego le daba fuerzas. Pedro hablaba mucho por teléfono con ella y el cariño de su familia y de sus amigos estaba resultando definitivo en su curación. Solo alguna noche que Diego había salido, estando sola en casa, había intuido alguna sensación extraña que apartaba inmediatamente de su cabeza, pero que le dejaba un rastro amargo, como si masticara herrumbre y polvo.
Una tarde intentó ponerse a pintar de nuevo, quería saber si  volvería la imagen recurrente de tantas otras veces…, pero su mente se hallaba en blanco. Estaba ensimismada,  intentando definir un contorno que le era familiar, pero que no era capaz de plasmar, y abandonó los pinceles. En ese momento sonó el teléfono. Era el doctor Moura, uno de los doctores del hospital donde había pasado más de un mes.
—¿Cómo se encuentra, Lucía?
—Bien, doctor. Estoy tranquila, pero tengo algunas lagunas y no puedo recordar ciertas cosas.
—Bueno, es normal. Piense que sufrió un gran shock.
—Sí, supongo que sí…
—Verá, Lucía, he estado estudiando su caso con mucho interés y me gustaría cambiar impresiones con usted. Tengo unos días libres y podría acercarme a Valladolid, si no tiene inconveniente.
—Por supuesto que no, doctor, venga a casa cuando quiera, me encantará hablar con usted. Pero, ¿ocurre algo por lo que deba preocuparme? —Lucía se alarmó.
—No, no, por favor, no se preocupe. Únicamente quiero que hablemos porque quizá  pueda ayudarla, si no a comprender, sí a aceptar todo lo que le ha ocurrido. La verdad es que, hoy por hoy, la ciencia— dijo —no puede explicarlo todo.
El doctor Moura acudió el fin de semana a la cita con Lucía. Berta y Diego la acompañaban. Mientras tomaban  café, el doctor les explicó su teoría de lo sucedido.
—Muchos puntos pueden tener alguna explicación científica, pero como le he sugerido por teléfono, a la neurociencia le queda mucho camino por recorrer.
—Doctor, yo siempre he sido una persona muy intuitiva, pero realista y práctica, a la vez. No creo que llegue nunca a entender lo que me ha ocurrido, lo que quiero es olvidarlo y, sencillamente, vivir.
—Verá —explicó el doctor Moura—, la memoria de los sucesos traumáticos, que dejan un rastro marcado sobre la psique (tragedias violentas, muertes, pérdidas desgarradoras…), puede ser barrida, o neutralizada a través de otro suceso traumático de igual o mayor impacto emocional. La fuerza del segundo shock anula la huella del primero, por decirlo de algún modo. Ello ha sido demostrado en numerosos estudios sobre pacientes afectados por grandes traumas. Por tanto, el impacto del rayo puede haber borrado la memoria heredada de los sucesos sufridos por su antepasada, su bisabuela. Queda por resolver cómo ha llegado hasta usted la presencia tan intensa de unos hechos ocurridos muchos años antes. Por el motivo que sea,  sus conexiones neuronales son, o al menos eran, hipersensibles y habían captado imágenes y voces marcadas de algún modo en su herencia genética. Según la teoría de la Bioneuroemoción, los herederos van acumulando, en forma de dolencias físicas o mentales, los conflictos no resueltos del pasado familiar. La ciencia está investigando al respecto, pero no hay todavía resultados ni explicaciones definitivas.
—Doctor Moura, me cuesta trabajo comprender por qué me ha ocurrido esto, es más, no recuerdo el día de la tormenta ni tampoco la historia de mis antepasados. Solo sé lo que me han contado  y, si le soy franca, quizá sea mejor así.
—Entiendo su postura. Pero si cambia de opinión, sepa que su caso es digno de ser estudiado con más detalle y yo estaría dispuesto a hacerlo si usted quisiera realizar algunas sesiones de terapia en mi consulta.
—Doctor, le agradezco su interés, pero solo quiero empezar de nuevo y disfrutar de lo que tengo. No quiero volver atrás ni hurgar en el pasado. En este momento solo me preocupa el presente —Lucía miró a Diego—. No necesito nada más.
Lucía despidió al doctor Moura  y, cuando este se marchó, comenzó a llorar. Berta, preocupada, le preguntó qué le ocurría. Lucía lloraba de felicidad, al fin se sentía liberada. Quería ser una mujer nueva, olvidar sus obsesiones, dejar de sufrir. Era una superviviente y solo quería ser feliz. Solo anhelaba pintar cielos abiertos y paisajes multicolores. Solo necesitaba desterrar las sombras de su alma.
Diego regresó a Australia. La despedida fue difícil, pero Lucía sabía que Diego siempre estaría con ella, aunque viviera a miles de kilómetros de distancia. Era consciente de que su hijo estaba bien en Melbourne, de que le gustaba su trabajo, y había intuido, además, que probablemente también tuviera allí algo parecido a una novia. Estaba claro que su vida se encontraba allí.
Lucía ahora se sentía una mujer nueva y había aprendido a valorar lo que tenía. Ante ella tenía un nuevo reto, su relación con Pedro. También quería volver a poner en marcha la tienda, cerrada durante varios meses, retomar la pintura… Si alguna sombra pasaba fugazmente por su mente, la borraba de inmediato.
La primavera  vestía de aguaceros y tardes cálidas la ciudad, mientras Lucía y Pedro se acomodaban a una situación nueva en sus vidas. Lucía intentaba disfrutar con cada pequeña cosa que la vida le proporcionaba, pero de cuando en cuando sufría episodios de ausencia que preocupaban a Pedro.
Lucía y Diego hablaban un par de veces por semana. La pantalla del ordenador  le devolvía una imagen algo deformada de su hijo, pero, al menos podía verlo. Lo conocía muy bien, sabía si estaba contento, o triste, o cansado…
Últimamente parecía preocupado.
Una noche, el rostro de Diego delataba una fatiga que Lucía no había notado otras veces. No quería ser la típica madre pesada y había estado evitando preguntarle, pero ya no podía más. A su hijo le ocurría algo. Después de insistirle mucho, finalmente, Diego le contó lo que le pasaba.
Desde hacía días vivía obsesionado por un sueño cada vez más frecuente: soñaba con una gran tormenta, sentía que le envolvía una luz cegadora, escuchaba un ruido abrumador y notaba una sacudida interna, su cuerpo parecía arder y caía a tierra en un espasmo violento. Se desplomaba sobre la tierra mojada.
       
Había sido alcanzado por un rayo.


ALICANTE MAYO DE 2015

domingo, 16 de agosto de 2015

EL HOSPITAL (MARTA CORNEJO)






 EL HOSPITAL (Capítulo VI de la Novela Corta ¿Punto y final?

MARTA CORNEJO



Imágenes sin forma definida, colores, líneas… se agolpaban en la mente de Lucía. No tenía una noción clara de dónde se encontraba. Había estado dos días en coma, pero había despertado y empezaba a ser consciente de lo que la rodeaba: paredes verde manzana, puertas que se abrían y cerraban, una ventana por donde, a veces, se filtraban unos débiles rayos de sol. A menudo caía en una duermevela que no le impedía escuchar lo que se decía a su alrededor. Oía la voz de Pedro, y a veces la de Berta, junto con otras voces que no podía identificar.
        Lucía se imaginaba a menudo flotando: era un globo mecido por el viento. La sensación era agradable, pero le desconcertaba no poder aterrizar. Otras veces, notaba una brisa en el rostro, parecía estar en la cumbre de alguna montaña, con un enorme valle a sus pies. Solo imaginaba espacios abiertos y cielos limpios de nubes.
        Finalmente, pudo vencer la pesadez de sus párpados y mantuvo los ojos abiertos. ¿Dónde estaba? Giró la cabeza hacia la luz y se encontró con el rostro de Pedro, sonriéndole.
—Hola, guapa.
—Hola —Lucía se dio cuenta de que le costaba articular, tenía la boca seca. —Estoy en un hospital, ¿verdad?
—Sí. ¿Cómo te encuentras?
—Bien —respondió Lucía, —pero no tengo claro por qué estoy aquí. Estoy confusa.
   Pedro le ofreció un poco de agua.
—¿No recuerdas lo que te ocurrió?
—No, solo tengo sensaciones. A veces siento un calor repentino y una especie de sensación de vacío; creo que voy a recordar algo… pero se me escapa.
—La historia es larga, Lucía, además de increíble. Estás viva de puro milagro…
Entonces, Pedro le contó lo sucedido: el pazo, la tormenta, el rayo que la había afectado, por suerte, solo tangencialmente…
Lucía no recordaba nada de todo aquello. Ni rastro en su mente de las imágenes que durante tanto tiempo la habían atormentado ni del impacto que sufrió ante las tumbas. Ahora entendía por qué tenía las piernas vendadas y le costaba trabajo moverlas. Las quemaduras de tercer grado todavía tardarían en curar. Había tenido mucha suerte, era una superviviente
—Berta ha  hablado con tu hijo Diego y me ha dicho que estará aquí muy pronto—Pedro le apretaba la mano. —Ha podido arreglar los asuntos de trabajo. Está deseando verte y darte un abrazo.
Lucía, con los ojos llorosos, asentía.
—Verás cómo te vas a poner bien muy pronto.
—Gracias, Pedro —la voz de Lucía fue un susurro apenas audible.
La noticia de la llegada de su hijo fue un bálsamo para las heridas de Lucía.
Los días comenzaban a alargarse anunciando una tímida primavera. Lucía se recuperaba poco a poco y quería ordenar sus pensamientos para reconstruir los sucesos que la habían llevado hasta aquella habitación de hospital. Necesitaba comprender y le pidió a Berta que le contara todos los detalles de lo sucedido el día de la tormenta.
 Berta le relató que al alejarse del pazo, dejando a Lucía y Pedro, se había refugiado bajo una marquesina de madera que hacía las veces de parada de autobús. El agua se filtraba entre las tablas, pero, al menos, protegía de la tremenda cantidad de lluvia que estaba cayendo. Allí había encontrado a un aldeano que le contó la historia del pazo de Láncar, del dueño, Julián Borrajo, y de su hija Blanca.
La joven Blanca se había vuelto loca al perder a su hijo de pocos meses, y el padre la había tenido encerrada en la casa durante años, en el torreón ahora derruido. A veces, según contaban los viejos, se escuchaban sus gritos en la aldea. La joven llamaba al niño y profería gemidos y lamentos desgarradores como si alguien le hubiera quitado a la criatura. Un día de tormenta, un rayo había destruido el torreón, acabando también con la vida de Blanca. Entonces, el padre decidió marchar a América, donde tiempo atrás había hecho fortuna. La casa quedó abandonada. Transcurridos unos años falleció en la Argentina, pero había dejado estipulado en su testamento que quería ser enterrado en el pazo de Láncar junto a su hija, que yacía allí. Padre e hija permanecieron juntos bajo la tierra desde entonces. El pazo nunca se reconstruyó, pues pasó a propiedad de varios parientes que no llegaron a ponerse de acuerdo en los términos de la herencia.
Lo asombroso de la historia es que el rayo que había afectado a Lucía, había destruido el otro torreón del pazo, donde solía habitar el padre, y también su tumba. La tumba de Blanca había quedado intacta. Parecía una venganza del destino que, al cabo de los años, había deparado el mismo final al padre y a la hija.
        

domingo, 2 de agosto de 2015

EL PAZO (Capítulo V de la novela ¿Punto y final?)

                                  


                                      CAPÍTULO V

EL PAZO
Autora: Aurora Asensi


Lo que tantas veces le había parecido irreal... ahora estaba ahí, frente a ella. Ya no era un sueño...
Pedro, cogiéndola suavemente por los hombros, dijo:
—Tranquila, todo irá bien. Estoy contigo.

Berta había decidido quedarse bajo el porche de una parada de autobús cercana. «Estáis un poco locos. Os vais a empapar. ¿Por qué no esperamos a que escampe?» —pensaba.
Juntos inspeccionaron la valla buscando un hueco, un resquicio por donde penetrar al jardín y, sin dificultad, lo consiguieron dado el estado en que se encontraba.


«Todo está ahí... Es increíble» —pensó Lucía. Sintió vértigo frente a la fachada que tantas veces había sido un anuncio de lo incomprendido.
El cielo se cerró y la cortina de lluvia los envolvió pero a ella nada parecía importarle. Como hipnotizada, se dirigió a los escalones que daban paso a la entrada. Agarró el pomo de la puerta que tantas veces había visto, pero esta no cedió. Pedro, que había ido tras Lucía, cogió sus manos heladas, pero ella no parecía sentirlo, empapada como estaba de lluvia y lágrimas. El cielo se incendió por momentos, y se escucharon estampidos atronadores. Pedro la llevó con firmeza hacia un lateral de la casa, bajo una techumbre. Justo allí había una ventana carcomida y de un empujón consiguió abrirla. Lucía, poseída por una atracción incontrolable, entró. En el interior el aire era denso. Aunque todavía era de día, el amplio salón en el que se encontraban estaba envuelto por una neblina que hacía aún más enigmática la
escena. De las paredes enmohecidas colgaban varios cuadros representando paisajes y algún retrato.
Ella avanzó con los brazos extendidos, como sonámbula, arrastrada por una voluntad ajena a la suya, mientras de sus labios se escapaban palabras ininteligibles. Él la miró con fascinación y algo asustado, pero no quiso interferir, presintiendo que algo fuera de toda lógica iba a ocurrir. Lucía fue directamente hacia uno de los cuadros, puso sus manos sobre él y un espasmo agitó todo su cuerpo. Pedro la sujetó cuando empezaba a desplomarse y, a pesar de la semioscuridad reinante, pudo contemplar, con asombro, el retrato de una mujer de enorme parecido a Lucía, o más bien a una Lucía en su primera juventud.
Pedro arrancó el cuadro de las manos de Lucía y la sacó de allí, aquella estancia era demasiado turbadora. Una vez fuera de la casa, bajo el techado junto a la ventana, Lucía preguntó a Pedro si había visto lo mismo que ella. Él asintió con la cabeza y la abrazó con fuerza.
Serían las seis de la tarde cuando un fuerte vendaval se levantó y la hojarasca barrida dejó al descubierto, muy cerca de ellos, dos lápidas. Sin importarles el aguacero, se pusieron de rodillas junto a ellas y con las manos descubrieron las inscripciones. En una se leía: «Blanca Borrajo Llanes (1875-1921)»; en la otra, «Julian Borrajo Paredes (1848-1936)».
Pedro se levantó, alejándose unos metros. Recordó entonces el apellido casi ilegible del libro del hospicio que le había enseñado Lucía. Ella permanecía absorta, en el suelo cuando, repentinamente, una luz cegadora y un estampido atronador la envolvieron. Un rayo había caído destruyendo el torreón que aún quedaba en pie y una de sus ramificaciones alcanzó la tumba del hombre, junto a la que estaba Lucía.