domingo, 16 de agosto de 2015

EL HOSPITAL (MARTA CORNEJO)






 EL HOSPITAL (Capítulo VI de la Novela Corta ¿Punto y final?

MARTA CORNEJO



Imágenes sin forma definida, colores, líneas… se agolpaban en la mente de Lucía. No tenía una noción clara de dónde se encontraba. Había estado dos días en coma, pero había despertado y empezaba a ser consciente de lo que la rodeaba: paredes verde manzana, puertas que se abrían y cerraban, una ventana por donde, a veces, se filtraban unos débiles rayos de sol. A menudo caía en una duermevela que no le impedía escuchar lo que se decía a su alrededor. Oía la voz de Pedro, y a veces la de Berta, junto con otras voces que no podía identificar.
        Lucía se imaginaba a menudo flotando: era un globo mecido por el viento. La sensación era agradable, pero le desconcertaba no poder aterrizar. Otras veces, notaba una brisa en el rostro, parecía estar en la cumbre de alguna montaña, con un enorme valle a sus pies. Solo imaginaba espacios abiertos y cielos limpios de nubes.
        Finalmente, pudo vencer la pesadez de sus párpados y mantuvo los ojos abiertos. ¿Dónde estaba? Giró la cabeza hacia la luz y se encontró con el rostro de Pedro, sonriéndole.
—Hola, guapa.
—Hola —Lucía se dio cuenta de que le costaba articular, tenía la boca seca. —Estoy en un hospital, ¿verdad?
—Sí. ¿Cómo te encuentras?
—Bien —respondió Lucía, —pero no tengo claro por qué estoy aquí. Estoy confusa.
   Pedro le ofreció un poco de agua.
—¿No recuerdas lo que te ocurrió?
—No, solo tengo sensaciones. A veces siento un calor repentino y una especie de sensación de vacío; creo que voy a recordar algo… pero se me escapa.
—La historia es larga, Lucía, además de increíble. Estás viva de puro milagro…
Entonces, Pedro le contó lo sucedido: el pazo, la tormenta, el rayo que la había afectado, por suerte, solo tangencialmente…
Lucía no recordaba nada de todo aquello. Ni rastro en su mente de las imágenes que durante tanto tiempo la habían atormentado ni del impacto que sufrió ante las tumbas. Ahora entendía por qué tenía las piernas vendadas y le costaba trabajo moverlas. Las quemaduras de tercer grado todavía tardarían en curar. Había tenido mucha suerte, era una superviviente
—Berta ha  hablado con tu hijo Diego y me ha dicho que estará aquí muy pronto—Pedro le apretaba la mano. —Ha podido arreglar los asuntos de trabajo. Está deseando verte y darte un abrazo.
Lucía, con los ojos llorosos, asentía.
—Verás cómo te vas a poner bien muy pronto.
—Gracias, Pedro —la voz de Lucía fue un susurro apenas audible.
La noticia de la llegada de su hijo fue un bálsamo para las heridas de Lucía.
Los días comenzaban a alargarse anunciando una tímida primavera. Lucía se recuperaba poco a poco y quería ordenar sus pensamientos para reconstruir los sucesos que la habían llevado hasta aquella habitación de hospital. Necesitaba comprender y le pidió a Berta que le contara todos los detalles de lo sucedido el día de la tormenta.
 Berta le relató que al alejarse del pazo, dejando a Lucía y Pedro, se había refugiado bajo una marquesina de madera que hacía las veces de parada de autobús. El agua se filtraba entre las tablas, pero, al menos, protegía de la tremenda cantidad de lluvia que estaba cayendo. Allí había encontrado a un aldeano que le contó la historia del pazo de Láncar, del dueño, Julián Borrajo, y de su hija Blanca.
La joven Blanca se había vuelto loca al perder a su hijo de pocos meses, y el padre la había tenido encerrada en la casa durante años, en el torreón ahora derruido. A veces, según contaban los viejos, se escuchaban sus gritos en la aldea. La joven llamaba al niño y profería gemidos y lamentos desgarradores como si alguien le hubiera quitado a la criatura. Un día de tormenta, un rayo había destruido el torreón, acabando también con la vida de Blanca. Entonces, el padre decidió marchar a América, donde tiempo atrás había hecho fortuna. La casa quedó abandonada. Transcurridos unos años falleció en la Argentina, pero había dejado estipulado en su testamento que quería ser enterrado en el pazo de Láncar junto a su hija, que yacía allí. Padre e hija permanecieron juntos bajo la tierra desde entonces. El pazo nunca se reconstruyó, pues pasó a propiedad de varios parientes que no llegaron a ponerse de acuerdo en los términos de la herencia.
Lo asombroso de la historia es que el rayo que había afectado a Lucía, había destruido el otro torreón del pazo, donde solía habitar el padre, y también su tumba. La tumba de Blanca había quedado intacta. Parecía una venganza del destino que, al cabo de los años, había deparado el mismo final al padre y a la hija.
        

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