EL CONDUCTOR
(Pequeño relato)
El viaje se empezó a realizar como estaba
previsto. A la llegada puntual, del autobús y a la
colocación, en el lugar que le correspondía de nuestro equipaje, comenzó el
trayecto hacia casa: Setecientos kilómetros de Norte a Sur, en forma de cuatro,
y con tan solo dos paradas para estirar las piernas y reponer fuerzas con algún
refrigerio eventual y apetecible.
Pensé, mientras me colocaba el cinturón
de seguridad, que a no ser que utilicemos el rápido y aséptico avión, o el
tren, igualmente, con su alta velocidad, no nos acostumbraremos, nunca, a las
largas distancias, pues solo por no pasar el martirio que comportan estos
viajes de autobús, ya valoramos su necesidad y el placer que podemos obtener de
los mismos; de todos modos, yo estaba contento y mi familia también. A la
sazón, habíamos cambiado de “aires” y regresábamos todos, algo renovados y con
ánimo de seguir las batallas diarias que nos tocara afrontar.
Los días de asueto, parecen irse en “un
periquete”. Alguna tormenta seca nos
evocó el otoño, más que el entrado Agosto en que nos encontrábamos y que nos
disponíamos a disfrutar. Resguardados
entre cuatro paredes —ventanas y puertas cerradas—, nos blindábamos a esas
tormentas y a su electricidad maléfica, que parecía no querer perdonar a nadie.
La última tarde de tormenta y última de
vacaciones, mi familia recogía, gozosa, las palomitas de maíz que querían
invadir nuestra cocina en la casa rural que nos cobijaba. Yo con el eco de los
últimos sonidos estruendosos de la tormenta, salí a pasear. Había alcanzado las
choperas, cuando, entre los chopos, divisé una sombra que se alejaba a toda
prisa. Me acerqué al punto primero en el que la había percibido. A lo lejos se
escuchaban los ladridos de varios perros, que, al unísono y sonoramente,
parecían reclamar su alimento.
Miré a
lado y lado y no vi nada extraño. Luego fijé mi vista hacia adelante y
tampoco hallé algo nuevo…
¿Por qué corría el personaje de los
chopos? Habría entrado a las choperas a lastimar a algún chopo con su orín,
pensé, y di la vuelta para seguir mi camino, pero enseguida volví sobre mis
pasos e inicié el regreso en el sentido contrario del tomado por la sombra. Vi
que la tierra, de entre los chopos,
apenas se había mojado con la tormenta seca y no se había formado barro. Caminé
unos treinta pasos e intuitivamente, paré y merodeé por los alrededores. El
silencio de la tarde y la lenta huída del sol, iban haciendo el lugar algo
tenebroso.
“Por aquí hay un herido o un muerto,
huelo a sangre”— pensé para mis adentros—. Deambulé unos metros más, parándome
en todos los chopos y prosiguiendo tras examinarlos. Me llamó la atención la
visión de un trozo de saco amarillo, de los usados para abono, que sobresalía
del lateral de un chopo. Me acerqué cautelosamente y mis ojos se abrieron
tanto, que por un instante, pensé que me saltarían de sus órbitas.
Sí.
Sí, sí…, allí
había un joven de unos veinticinco años, tendido en el suelo y cubierto con una
bolsa de plástico amarilla. Me quité mi sariana de forro escocés y alejando del
joven, ese plástico amarillo que lo cubría, se la puse por encima. Le tomé el
pulso y a continuación llamé a la policía.
Lo contemplé un rato y hasta que llegaron
la ambulancia y la policía, estuve junto al joven que estaba muerto. Se lo
llevó la ambulancia para hacerle la autopsia.
Tenía una herida profunda en la región
frontal. La policía merodeó en un diámetro de veinte o treinta metros y
encontraron una piedra rodada de río, de tamaño mediano, manchada de sangre. La
recogieron con unos guantes, aislándola en una bolsa. Otro tanto hicieron con
un resto de cigarro puro que hallaron templado.
Creo que la policía me tuvo a mí, como
principal sospechoso, porque a veces, sucede que es el autor del crimen el que
lo delata, y lo hace, precisamente, para quitarse de en medio en la lista de
sospechosos. Son sus declaraciones, que cambia inconscientemente, las que lo
delatan y también su nerviosismo y profuso sudor, los que le hacen parecer,
irreversiblemente, como autor del hecho. Yo, le repetí a la policía, todo lo
que había ocurrido, y cuando me “invitaron” a acompañarles a la comisaría más
cercana, al dejarme marchar con mi familia, había repetido los hechos cuatro
veces.
Me puse algo “mosca” porque no dejaba de
pensar cómo la policía parecía haberla tomado conmigo. Repetir cuatro veces lo
mismo, no es que me cansara, pero yo me decía ¿para qué…? ¿Para qué querrán,
estos sabuesos, escuchar uno hechos tan simples de nuevo? Estaba todo muy
claro: Una tormenta seca espantosa. Mis hijos y mi esposa haciendo palomitas en
la cocina de la casa rural…, mi paseo en el bosque de chopos cuando calmó la
tormenta. La sombra de alguien, corriendo por esos chopos que siempre, desde
que llegamos, me habían fascinado tanto.
Mi
deseo de averiguar si había algún motivo para huir y la exploración
posterior, en sentido contrario… Todo,
todo, muy bien detallado, hasta les dije el tiempo que tardé en tomarle el
pulso y llamarlos.
Ellos, los sabuesos, es decir la policía,
se enteraron por mí que al día siguiente marchábamos, mi familia y yo de
regreso a casa, y me dijeron con una sonrisa, que fuera a ayudar a mi mujer a
hacer el equipaje. Pensé cuando iba de regreso, que si la policía sabía tanto,
era porque preguntaban sin descanso y mucho.
Pensé, además, que eran unos filósofos frustrados, ya que a todo apostillaban:
¿por qué, por qué…? Rebobinando por el camino, volví a sentir la mirada aguda
que me dirigió el Inspector, cuando por cuarta vez yo les decía que le había
tomado el pulso y lo había cubierto con mi sariana.
Sí, la policía del lugar, creo que había
podido aprender de memoria, los hechos que yo les había explicado. Todo estaba
tan claro como el agua que corría y limitaba las choperas donde yo me había
llevado tamaño susto.
Estaba diciéndole a mis hijos que
hablaran un poquito más bajo y no molestasen con los pies a los dos viajeros de
delante, cuando el autobús, de momento, paró en seco y subieron dos agentes de
la policía. Le dijeron al conductor algo al oído y este se levantó y gritó mi
nombre.
Lo que sigue, salió en la prensa con toda
suerte de detalles y la verdad, el razonamiento del señor Inspector, el que me
miró con esa mirada penetrante, no podía tener más lógica.
Yo sabía que cuando una persona por un
traumatismo quedaba inconsciente, podía tener un prolapso de la lengua en la
faringe que no le permitiría respirar. No ignoraba y sabía cómo reanimarle.
También y durante toda mi experiencia profesional, había constatado la urgencia de la llegada de una ambulancia y la importancia de los cuatro
primeros minutos de inconsciencia de cualquier persona que pierde el pulso. Yo sabía cómo la resucitación cardio-respiratoria con las técnicas que había aprendido y
tantas veces había presenciado, había logrado salvar a tantas personas.
A las dos horas de marchar de la
comisaria, ellos, esos polis sabuesos, ya sabían que Gerardo, el joven al que
yo había tirado ese canto rodado, con tanta rabia y mala fe y sobre todo con
intención de que fuera lo último que sintiera en su vida, era biznieto de un
cacique del lugar que por una venganza personal, había hecho que mis
antepasados tuvieran que emigrar, y, mal vendiéndoselo todo a él, tuvieran una
vida muy difícil.
Desde pequeño, yo había escuchado las
trágicas historias que habían acaecido a todos los miembros de mi familia y el
gran esfuerzo que les supuso a todos ellos sobrevivir. Esto no era una
venganza. Era el destino de ese Gerardo que representaba a la cuarta generación
desde su bisabuelo y que había podido llegar con tanta facilidad a dónde había
querido.
El Inspector me mostró, en una pequeña
bolsita, la arenilla pegada a los guantes que utilicé para coger la piedra. A
pesar de haberlos sacudido, quedaron como testigos inapelables. La prueba mayor
fue mi falta de ética al no tratar de iniciar la reanimación y llamar con mi
móvil al servicio de urgencias nacional, que posiblemente lo hubiera salvado.
Sí. No tirarle la piedra habría sido lo
mejor. Tratar de olvidar, como siempre decía mi abuelo, también habría sido
bueno, aunque lo ideal hubiera sido no tener como profesión la de conductor de
ambulancias y sin falta de tanta dialéctica vana, haber asistido a ese Gerardo,
que tenía derecho a seguir viviendo. Posteriormente me enteré, que el Inspector, sí, el que me quería confundir con su mirada,
para poder ser Inspector de policía, tuvo que estudiar una Diplomatura y eligió
la de Enfermería; si hubiera elegido cualquier otra profesión, quizá, yo no
estaría ahora en Picassent.
Yo me lo sabía todo. Él también.
Castellón de la
Plana 5 de Septiembre de 2016
Mª Jesús Ortega
Torres
Fotografía de "Bosque de chopos" SANTURDE DE RIOJA