domingo, 26 de julio de 2015

LA RUTA DE LAS CAMELIAS (Capítulo IV de la novela corta ¿Punto y final?)




                 CAPÍTULO IV

LA RUTA DE LAS CAMELIAS
Autora: Marta Cornejo


    Al fin se encontraban cerca de Betanzos. El día era lluvioso y gris. A veces el limpiaparabrisas no daba abasto para la cantidad de lluvia que caía. Otras veces, la lluvia amainaba y parecía que las pequeñas gotas quisieran convertirse en copos de nieve. El estado de ánimo de Lucía estaba en consonancia con el tiempo. Berta la animaba:
—Vamos, Lucía, ya verás como en Betanzos descubrimos algo interesante. Bueno, tengo la corazonada de que lo que encontraremos será más que interesante. Seguro que allí está la clave de todo.
—No sé, Berta. Es todo muy complicado, ya no sé qué pensar.
—Piensa que estamos a punto de llegar y que vamos a premiarnos con una buena cena.
El móvil de Lucía sonó en ese momento.
—Es Pedro —Lucía vio su nombre en la pantalla del teléfono—. Hola, Pedro —la voz de Lucía sonó más animada que hacía unos instantes—. ¿Vienes mañana a Betanzos?... Estupendo.
La cara de Lucía se iluminó y a Berta no le pasó desapercibido. Después de una corta conversación con Pedro, Lucía se dirigió a su amiga.:
—Dice Pedro que mañana a mediodía se nos une, que nos echa de menos y que le ha pillado el gustillo a ser investigador.
—¡Vaya!, seguro que te echa de menos a ti más que a mí —Berta le guiñó un ojo a su amiga, apartando un momento la vista de la carretera.
—Venga, Berta, no empieces. Pedro me cae muy bien, y a ti también, ¿no?
—Sí, sí, a mí también. Pero creo que a ti te gusta bastante. ¿O me equivoco?
—Pues sí, Berta, me gusta, pero no tengo ánimo ni disposición para pensar en nada más allá de una amistad. Ahora mismo solo hay una cosa que me preocupa: encontrar el origen de lo que me está pasando, de mis sueños y mis pesadillas.
—Vale, vale, está claro. Pero Pedro no está nada mal, yo me lo pensaría…
—Déjalo ya, Berta. ¡Mira, ahí está la salida a Betanzos!
Berta se desvió a la derecha, siguiendo la indicación. La lluvia había cesado y las nubes empezaban a ser menos densas.
Cuando llegaron a la plaza, aparcaron cerca de unos soportales donde se encontraba la oficina de Turismo. Entraron y pidieron información de la zona. Después de recomendarles un par de hostales, les informaron sobre “La ruta de las camelias”, un recorrido por diferentes pazos de los alrededores, todos ellos con magníficos jardines.
Estaban agotadas, pero unos tímidos rayos de sol aparecieron entre las nubes, lo que animó a las amigas y, sobre todo, a Lucía, quien había parecido revivir con la noticia de que Pedro se les uniría al día siguiente.
Por la mañana, Lucía y Berta recorrieron varios pazos que estaban indicados en el folleto de Turismo. Ninguno era la casa soñada por Lucía. En uno de ellos entablaron conversación con uno de los jardineros y le preguntaron si no había otros pazos o casonas señoriales en los alrededores. El jardinero les contó que la ruta
turística incluía solo los que estaban restaurados y eran visitables, pero que había, al menos, tres pazos más que permanecían abandonados, por eso no se citaban en el folleto.
Las dos amigas decidieron buscar esos pazos por la tarde, ya con Pedro, que se les uniría para comer. Habían quedado en la plaza, donde se encontraban varios restaurantes y tascas típicas.
Pedro y Lucía se alegraron de verse, y eso que solo habían estado separados cinco días. La comida fue animada, pues Pedro venía con ánimos renovados y contagió a las dos mujeres su optimismo.
—Ya veréis como esta tarde encontramos algo —les aseguró.
Se dirigieron a los dos primeros pazos, que estaban muy cerca de la salida a la carretera de La Coruña. Ambos estaban bastante abandonados, pero su sólida estructura se mantenía totalmente en pie. Ninguno de los dos le resultó familiar a Lucía.
Al llegar al último pazo, el pazo de Láncar, en Bergondo, una pequeña aldea junto a Betanzos, aparcaron el coche junto a un muro del que sobresalían enormes árboles de ramaje salvaje y descuidado. Decidieron bordear el muro para buscar una puerta o algún tipo de entrada a lo que supusieron debía de ser una gran casa en medio de una especie de selva enmarañada. El cielo estaba plomizo y empezaban a caer gruesas gotas de lluvia, mientras se dejaba sentir algún trueno. Comenzó a llover fuertemente mientras los tres amigos intentaban refugiarse bajo las ramas, pero la lluvia arreciaba y Berta decidió buscar refugio en algún sitio.
—¡Nos estamos empapando, vamos a algún sitio a resguardarnos y cuando pare de llover, volvemos! —Berta salió corriendo, al tiempo que animaba a Lucía y Pedro a seguirla.
Pero Lucía se había quedado inmóvil: mirando por un boquete del muro, había visto la fachada que tantas veces había aparecido en sus sueños, la fachada flanqueada por dos altísimas palmeras…, la escalinata…, los dos torreones, uno de ellos semiderruido…, las paredes desconchadas, las desvencijadas contraventanas verdes...

domingo, 19 de julio de 2015

LA CRIPTA (Continuación)




LA CRIPTA (Continuación)
José Mª García García

Entonces notó a través del guante, una cosa viscosa o blanda que se removió, una serpiente o una rata quizás. El grito de Lucía, y el de Berta a coro, resonaron como un extraño cántico gregoriano sobre las bóvedas de la cripta. Las dos amigas se quedaron paralizadas, mirando hacia las escaleras por las que habían bajado. Transcurrió un tiempo indeterminado en absoluto silencio. Entonces sintieron claramente unos pasos de alguien que arrastraba un pie y golpeaba el suelo rítmicamente con un bastón, que se acercaba hasta pararse sobre sus cabezas. « ¡Quién anda por ahí!» —sonó el desagradable graznido del fraile. Era como si hubiera un altavoz en la cripta conectado a un micrófono del altar.
Al sentirse descubiertas, reaccionaron de inmediato, se miraron preguntándose qué hacer y Lucía, que conservaba la cabeza algo más fría, señaló la otra escalera, hacia la que se dirigieron a toda prisa. Cuándo iniciaron la subida, Berta le pidió a Lucía que la esperara, porque había olvidado la mochila. Lucía, agazapada en la oscuridad de la escalera, aterrorizada, oyó como los pasos de arriba se desplazaban lentamente hacia la entrada por la que habían descendido antes. Vio en el otro extremo de la cripta una débil iluminación parpadeante, que poco a poco aumentaba su intensidad. «¡Berta!», gritó mentalmente Lucía. De repente la linterna de Berta vino corriendo hacia ella, mientras sonaban los pasos y el bastón del fraile, que descendía por las escaleras del otro extremo. Reagrupadas las dos amigas señalaron hacia arriba, la puerta cerrada, y subieron a toda prisa. Era la única oportunidad que tenían de escapar: empujar con todas sus fuerzas y tratar de abrir esa puerta. « ¡Sé que están ahí!» oyeron claramente cuando ambas al unísono, desde lo alto de la escalera, empujaron la madera con todas sus fuerzas, que crujió pero no cedió. « ¡No se saldrán con la suya!» sonó más cercana la voz. Cogiéndose de las manos, hicieron una última embestida sobre la puerta, dotadas de la brutal fuerza que da el instinto de supervivencia. La madera, seguramente podrida se hizo añicos, deshaciéndose sobre sus hombros y pasamontañas. Empujaron la polvorienta alfombra, no sin
dificultad y tosiendo sin parar, hasta que consiguieron separarla del suelo. Salieron al espacio del altar derecho y echaron a correr en la penumbra. La linterna la habían perdido en la escalera. Lucía tropezó con el banco de la primera fila y cayó al suelo. Cuando Berta la ayudaba a incorporarse, la figura del fraile, con una especie de camisón blanco, tan solo estaba a unos quince metros. Les apuntaba con su linterna y no paraba de gritarles, amenazadoramente, para que se detuvieran. Lucía, cojeando, al haberse lastimado una pierna, y Berta, ayudándole, consiguieron salir al pasillo lateral y a la puerta por la que habían entrado sin que el fraile les diera alcance.
Una vez en el exterior, bajo la luz de la luna, corrieron a esconderse en unos jardines próximos donde, agachadas tras un seto, observaron que el fantasmal cancerbero se asomaba a la puerta. Este, tras inspeccionar a uno y otro lado, decidió entrar de nuevo, golpeando contrariado el suelo con su bastón.
Esperaron un rato, sin oír nada raro, salvo el perro que ladraba a lo lejos. Algo más tranquilas, se desprendieron de los guantes y el pasamontañas. Se sacudieron el polvo y las virutas de la ropa antes de regresar al hotel. Eran las dos de la madrugada. El amigo recepcionista, que estaba de guardia esa noche, les abrió la puerta. Las miró entre divertido y extrañado y les dio las buenas noches. Cuando entraron al ascensor, se vieron por primera vez reflejadas en el espejo y empezaron a reírse como locas liberándose de la tensión acumulada en las últimas horas: tenían rodales ennegrecidos alrededor de los ojos y de la boca que les daban un aspecto muy cómico.
Al llegar a la habitación, Lucía, dolorida por el golpe, empezó a cambiar el gesto y dijo:
—Nos hemos librado de «Quasimodo» por los pelos, pero ahora está todo perdido. Por mi culpa. Los libros se quedaron…
—¿Te refieres a estos? —dijo una Berta exultante, mientras sacaba dos viejos tomos de la mochila.
Lucía abrazó llorando a su amiga quien al mirarla y ver el efecto de payaso que le producían las lágrimas sobre los rodales de los ojos, soltó una carcajada.

Como es natural, el grado de excitación no les iba a permitir dormir esa noche, sin antes inspeccionar los libros, uno de ellos con un borde algo chamuscado. Después de sacudir el polvo cuidadosamente para que no se rompiera, tomaron el primer libro, cuyo título borroso sobre el cuero envejecido era: «Registro de adopciones. Hospicio de Hermanos Oradores Peregrinos. De 15 enero 1857 a 31 de Julio de 1902». El otro libro, mucho más nuevo y mejor conservado, aunque con una punta ennegrecida, tenía el mismo título, pero solo contenía la fecha de inicio: 1 de agosto de 1902 hasta…, aparecía en blanco.
Decidieron mirar entre las fechas de 1902 y 1903, ya que de haber algo sobre el abuelo Alberto tenía que ser ahí. No sin mucho esfuerzo, debido a la caligrafía con pluma, antigua y rebuscada, a veces borrosa debido al efecto de la humedad sobre la tinta, consiguieron finalmente encontrar en el segundo libro, con fecha 23 de septiembre de 1902, la entrada en el hospicio del niño Alberto Expósito. No había ningún Alberto más en ese año. Se había entregado por una persona cuya firma casi ilegible, figuraba en un borde parcialmente quemado, y empezaba por «Borr…». En la página de adopciones encontraron que el niño Alberto Expósito fue adoptado, con fecha 16 de junio de 1903, por un matrimonio de La Alberca, provincia de Salamanca, tomando los apellidos de los padres adoptivos: Fraile González.
Las dos daban saltos de alegría al encontrar, por fin, el nombre del abuelo de Lucía. Aunque no era mucho, habían dado un paso importante para averiguar los orígenes. Lástima que el nombre de la persona que lo entregó fuera ininteligible.
Decidieron que aquel día, lleno de emociones, debían darlo por concluido y, después de esconder la ropa sucia y los libros en sendas
bolsas, se dieron una ducha, frotándose a conciencia la suciedad, y se acostaron.
A la mañana siguiente, sobre las nueve, unos tenues golpes en la puerta, las despertaron. Lucía, en ropa interior, entreabrió la puerta y oyó:
—Buenos días. ¿Puedo pasar? Soy José, el de recepción. Es importante que hablemos —dijo misterioso.
—Pero… estamos medio dormidas aún. ¿No puedes esperar?
—No. Es por un suceso ocurrido anoche, en la Iglesia. Parece que dos personas desconocidas profanaron una tumba. La policía está preguntando a todo el mundo y enseguida estarán en el hotel.
—Espera un segundo, que nos pongamos algo encima y te abro— dijo Lucía entornando la puerta y sacudiendo a Berta para que se levantara de inmediato. Se colocaron unas holgadas camisetas y dejaron entrar a José.
— ¿Qué tiene que ver con nosotras esa profanación? —dijo Lucía
—No soy policía, pero coincide que sois dos. Me preguntasteis anteayer por los documentos del antiguo Hospicio de los Hermanos Peregrinos y os informé de la posibilidad de que estuvieran en la cripta. Y llegasteis anoche a las dos, en un estado lamentable, justo después de la hora en que Fray Pancracio dice haber sorprendido a dos sujetos con pasamontañas en la cripta. ¿Sigo?
—Ya veo que estamos perdidas. ¿Nos vas a denunciar? -–preguntó Lucía.
—No veo el motivo. No me parecéis vulgares profanadoras de tumbas ni ladronas, aunque sí guapas atrevidas. Contadme qué habéis encontrado y por qué lo habéis hecho.
Lucía hizo un rápido resumen de los motivos de la investigación y de los documentos hallados, que le habían permitido encontrar el origen de su abuelo. Mostraron los libros a José.
—Os propongo un trato. Yo os doy unas fotocopias de las páginas que os interesan del libro y me entregáis los originales. Puedo,
perfectamente, declarar a la Policía que anoche no entró ni salió nadie del hotel después de las diez de la noche, por ejemplo…
—Deben ser muy valiosos esos libros, cuando te expones tanto —dijo Berta, ya más espabilada.
—Valor en sí, ninguno. Solo para mí, porque llevaba muchos años tratando de encontrarlos para mis investigaciones históricas y mis colecciones privadas. Me encantan los libros antiguos.
—Trato hecho —dijo Lucía estrechando su mano y entregándole los libros—. Pero escóndenos esta bolsa de ropa polvorienta donde nadie pueda encontrarla nunca. Tal vez dentro de la caldera.
José se marchó con los bultos, no sin antes recordarles que se dieran prisa, por el posible interrogatorio. Se arreglaron y bajaron a desayunar tranquilamente, con cara de no haber matado una mosca en su vida.
Al terminar, ya estaban en recepción los inspectores. José les llamó y las presentó. Les hicieron pasar a un despacho y las sometieron a un interrogatorio normal, sobre lo que habían hecho el día anterior. Por supuesto reconocieron haber saltado por la mañana el cordón ya que eran expertas en arte románico y querían ver el estado de conservación de la puerta de entrada a la cripta, cerrada ya tantos años. Berta dijo que querían preparar un informe para la Universidad, a ver si conseguían acelerar la llegada de las subvenciones para la reforma. Debió sonar muy creíble. «Ahí estuviste genial, Berta, improvisando lo del informe para las subvenciones» —reconoció después Lucía.
Como el delito era prácticamente inexistente, solo el allanamiento de la iglesia y la apertura de una tumba, pero sin robo aparente alguno —Fray Pancracio debía desconocer lo de los libros— y dado que la declaración de José había sido en la línea acordada, los policías terminaron enseguida el rutinario e inútil interrogatorio. Las dejaron marchar pidiéndoles colaboración en caso de que oyeran algo sospechoso de algún peregrino o turista del Camino de Santiago.
Lucía y Berta decidieron tomarse un día de relajación total, para superar el estrés, paseándose por los pueblos de alrededor, y probando la deliciosa gastronomía palentina, mientras pensaban en el próximo paso. Al día siguiente bajaron el equipaje a recepción y allí estaba José, esta vez de turno de día, a quien pidieron la factura. Entre tanto, les preguntó en voz baja:
—Me pica la curiosidad: ¿Y ahora qué vais a hacer? ¿Cómo vais a proseguir con las investigaciones? —mientras les entregaba disimuladamente un sobre con las fotocopias prometidas.
—Seguiremos recorriendo otros Monasterios de los Hermanos Oradores Peregrinos, para ver si encontramos alguna pista que nos conduzca al señor «Borr…». No se me ocurre nada más —dijo Lucía.
—Os puedo decir, como ya os anticipé, que los monjes que huyeron de aquí durante la República se fueron a dos Monasterios: el de Santa María de Carracedo, en Ponferrada y el de San Francisco, en Betanzos. Pero lo que quizás no sepáis es que el primero está en ruinas, fue abandonado enseguida por la Orden y se encuentra en proceso de restauración. El segundo se quemó totalmente en mitad de la Guerra civil. Dudo que podáis conseguir información allí.
—¿Y qué fue de los monjes de la Orden? —preguntó Berta ante el silencio de Lucía.
—La Orden se disolvió, pero algunos expertos historiadores dicen que los monjes marcharon a Francia, uniéndose a otra orden benedictina.
Viendo a las amigas desanimadas, José tuvo una inspiración y, tratando de ayudarlas, preguntó a Lucía:
—¿Tienes una fotografía de algún cuadro de la casona que pintas?
—Sí, mira estas fotos —dijo alargando su móvil
José contempló las diversas fotos de cuadros de la casa, del jardín, con las camelias y las dos palmeras flanqueando la entrada… Sonriendo devolvió el móvil a Lucía y dijo:
—Podíais haber empezado por ahí. Está clarísimo —continuó—. Es un pazo gallego típico. De la época de los indianos que emigraron a
América. Deberíais ir directamente a Betanzos sin perder más tiempo e indagar en la pista de esas fotos. No puede haber muchos pazos como ese.
Las dos amigas, agradecidas, cubrieron de besos a un José abochornado tras el mostrador, sobre todo cuando se dio cuenta de que unos clientes estaban esperando su turno en la cola.

domingo, 12 de julio de 2015

LA CRIPTA Capítulo III de ¿Punto y final?



CAPITULO III

                                          LA CRIPTA
Autor: José María García


A la mañana siguiente Berta fue la primera que abrió los ojos. Le dolía algo la cabeza, fruto de la velada nocturna de despedida de los tres amigos, que habían tomado alguna copa de más. Comenzaba a clarear el día, un rayo de luz iluminaba levemente el dormitorio. Su amiga dormía inquieta, movía la cabeza y los párpados; daba patadas. Incorporándose de su cama tocó levemente el hombro de Lucía, quien bruscamente abrió los ojos y la miró como diciendo «otra vez». Sí, tampoco esa noche se había librado de las pesadillas, y contó que en ese momento soñaba que estaba en el jardín de esa casa, en medio de una terrible tormenta. Se había despertado justo cuando sonaba un relámpago.
Enseguida hicieron el equipaje, desayunaron y se pusieron en marcha. Tenían un largo viaje por delante y no había que desaprovechar ni un instante. Además Berta estaba consumiendo sus vacaciones.
Hacia el mediodía entraban en Frómista, después de un itinerario algo monótono. Había conducido Lucía todo el tiempo ya que, según dijo a Berta, no le sentaba bien dormirse en el coche, cosa que con seguridad le ocurriría si viajaba de copiloto.
Fueron directamente al hotel recomendado en internet, Hospedería del Peregrino, llevándose una grata sorpresa por la belleza y solidez del antiguo edificio. Dejaron las maletas en la habitación y salieron a tomar un bocado, muy cerca del hotel, donde el amable recepcionista les aconsejó. Como estaban cansadas, decidieron regresar y dormir una buena siesta para recuperar energía.
A media tarde salieron a pasear y recorrer el pueblo, cosa que hicieron muy rápidamente. Apenas 20 calles y 800 habitantes —que vivían de la agricultura y algo del turismo por estar en la ruta del Camino de Santiago— definían el tamaño del pueblo. Muy cerca del hotel se encontraron con la majestuosidad y sencillez de la Iglesia de San Martín, «estilo románico, sin lugar a dudas» —dijo Lucía. Se encontraron con unos cuantos turistas a esa hora, seguramente peregrinos, que se relajaban haciendo fotografías y adquiriendo cultura. La recorrieron por fuera. Tenía la ventaja de no disponer de edificación civil anexa, con lo que pudieron apreciar la armonía del conjunto. Lucía era experta en arte y le fue señalando a Berta curiosidades como el cimborrio octogonal junto a los tres ábsides, orientados al este. Hacia el oeste la porticada principal tenía en los extremos de la fachada dos elevadas torres que alojaban las campanas. El conjunto era precioso, rodeado de cierto aire de misterio, al reflejarse en la parte superior de la iglesia la luz naranja del atardecer. Bajo los tejados extrañas sombras alargadas, debido a multitud de curiosas figuritas mitológicas de animales y seres extraños —canecillos, según Lucía— rodeaban todo el edificio. Mientras hacían fotos, igual que algunos peregrinos del Camino, se dirigieron hacia una puerta pequeña, cerca del ábside sur. Parecía la entrada. Tenían la intención de ver por dentro la iglesia, pero un viejo con hábito de color terroso, encorvado y apoyado en un bastón, les impidió la entrada:
—Está cerrado ¡Ya son más de las seis! —dijo el fraile mostrando su boca desdentada, mientras señalaba el cartel del horario.
Las amigas dieron media vuelta ante el desagradable cancerbero de la iglesia y decidieron volver al día siguiente por la mañana. Al llegar al hotel, el simpático recepcionista, que terminaba su turno de trabajo, les preguntó si querían ver el edificio, a lo que las amigas respondieron afirmativamente. Mientras les mostraba las dependencias, contó que el edificio se construyó en 1772, por el Marqués de la Ensenada, como almacén de granos de cereales. Posteriormente, en el siglo XIX, fue restaurado y ocupado por la orden Religiosa de los Hermanos Peregrinos, con lo que se transformó en Monasterio que, al estar en el Camino de Santiago, se destinó a albergar a los peregrinos que decidían pasar allí la noche.
—También fue casa de acogida de huérfanos y pobres —dijo el chico, mientras les enseñaba el pequeño claustro rodeado de columnas.
—¿Cuándo dejó de funcionar como hospicio? —preguntó Lucía con los ojos abiertos de par en par.
—En el año 31, al inicio de la Segunda República, debido a un incendio. En aquellos momentos se desató una ola anticlerical que obligó a los Hermanos Peregrinos a marcharse a otros Monasterios más seguros.
—Entonces… ¿el edificio se quemó entero? —preguntó Berta.
—No. Solo una parte. El ala sur, la dedicada a hospicio y biblioteca —respondió el muchacho.
—¿Qué ocurrió con todos los documentos de esa época? —preguntó Berta.
—Por lo que yo sé, prácticamente se quemaron todos. Al parecer los Hermanos, en su precipitada huída, se fueron con lo puesto.
—¿Y en la parte que se salvó, no quedaron documentos? —preguntó Lucía con un hilo de voz.
A ello contestó negativamente el muchacho. En ese momento Berta vio como se le enrojecían los ojos a su amiga y entendió lo que
sentía: sin papeles era imposible seguir adelante con la investigación sobre la adopción de su abuelo. Berta le explicó al chico que lo que buscaban era muy concreto: los libros de registro de huérfanos entregados en adopción de unos determinados años. El chico, guiñando un ojo a ambas, dijo:
—En el pueblo, de toda la vida, ha circulado la leyenda de que algunos libros se guardaron en la cripta de la Iglesia de San Martín, pero nunca se ha podido comprobar. Yo nunca vi nada, aparte de las tumbas, bóvedas y columnas.
—Pero, la cripta se puede visitar, ¿no? —dijo Lucía algo esperanzada.
—No. Está cerrada al público. Solo en la festividad de San Martín, el 11 de noviembre, la Iglesia permitía, hasta hace unos años, que los feligreses entraran para honrar las reliquias de sus muertos. Se hacía un recorrido de bajada por una estrecha escalera y de subida por la otra para evitar atascos.
Cuando el recepcionista se marchó, las dos amigas decidieron que al día siguiente, como tenían previsto, harían la visita a la Iglesia e intentarían, de alguna manera, visitar la cripta. Era la única pista posible, por muy endeble que fuera.
A la mañana siguiente fueron a la oficina de turismo, donde consiguieron información, folletos y planos de la Iglesia de San Martín. Les confirmaron que la cripta no era visitable desde hacía veinte años, debido al deterioro de las bóvedas y columnas, cuyas policromías comenzaron a desprenderse con el trasiego de gente. Hace unos años se inició un proyecto de restauración por parte del Ministerio de Cultura, pero con la crisis y los recortes, se supone que aún tardaría unos años en llevarse a cabo. Aunque la iglesia, del siglo XI, había sido restaurada en 1894 y declarada Monumento Nacional, después de varios siglos de progresivo abandono, inexplicablemente la restauración no se hizo sobre la cripta, que conservaba su primitivo estado bajo el suelo del altar y los ábsides.
Se acercaron a la entrada sur de la Iglesia, la única abierta para el público. Unos cuantos peregrinos hacían cola para sacar el ticket de entrada. El siniestro fraile de la tarde anterior, con cara de pocos amigos, sentado tras una vieja y carcomida mesa les dio las entradas y un folleto, indicando con áspera voz que no se podían hacer fotos ni tocar cuadros o figuras.
Al entrar, se sumieron en la más absoluta oscuridad, hasta que sus ojos se adaptaron a la penumbra. Era una típica iglesia románica de tres naves, que orientadas hacia el este, estaban encabezadas por tres ábsides. En el central había un sencillo altar con crucifijo. Los laterales tenían dos pequeños altares. Dieron una vuelta a lo largo de todo el perímetro de la iglesia, contemplando los pilares cruciformes y capiteles con muchísimas figuras mitológicas, de animales, monstruos y guerreros. Subieron a la única de las dos torres adosadas a la fachada oeste, que tenía la puerta abierta. Arriba, a través de las troneras y campanas, se podía contemplar toda Frómista y el fuerte colorido de las tierras palentinas que la rodeaban. Esa mañana las dos amigas estaban relajadas y felices.
Decidieron bajar y averiguar dónde podían estar las puertas de entrada y salida de la cripta, que no habían visto cuando estaban frente al altar central. Quizás estaban en los ábsides laterales Acercándose al pequeño altar que había en la nave de la derecha, pasaron otra vez junto al fraile jorobado, quien no les quitaba ojo. La luz natural que entraba por los tres ventanales del ábside era suficiente para inspeccionar todo. Sobre el altar había un pequeño sagrario de madera tallada, pero no se veía sobre las paredes ninguna puerta que pudiera conducir a la cripta. Tampoco se podían acercar mucho ya que había una cuerda de pasamanería roja, sujeta a las columnas laterales, con un cartel de prohibido el paso. Continuaron revisando otra vez el altar mayor y finalmente el pequeño altar sobre el ábside izquierdo, todos con sus cuerdas protectoras. En ese momento Berta tuvo una ocurrencia, dirigiendo la mirada bajo el altar:
— ¡Bingo! —dijo en voz baja, --¿te has fijado en la vieja moqueta que cubre el suelo? El de la derecha está igual.
Acto seguido se miraron cómplices y cuando vieron al vigilante atender a otros turistas que llegaban, Berta, que era la más atrevida, pasó por debajo de la cuerda, que mantuvo levantada para que cruzara Lucía. Las dos intentaron despegar por algún sitio la polvorienta alfombra, que parecía incrustada en el suelo hasta que, por fin, justo bajo el altar, pudieron levantarla. Poco a poco, ya que el despegado hacía ruido, consiguieron atisbar en la penumbra, lo que parecía que era la esquina de una vieja puerta de madera sobre el suelo.
—¿Qué diablos están haciendo? —oyeron a sus espaldas mientras levantaban una nube de polvo al soltar precipitadamente la moqueta.
—¡Salgan de ahí! ¡Es que no ven la prohibición! —les gruñó el feo guardián, amenazándoles con el bastón.
Nerviosas, avergonzadas y sacudiéndose la ropa, salieron de la iglesia. Decidieron, para calmarse, ir a un bar de la plaza para tomarse una cerveza. Berta, como siempre alocada y decidida, le dijo a Lucía que tenían que bajar a la cripta por una de aquellas puertas. Lucía ponía pegas:
—¿Cómo entramos otra vez y eludimos al «perro guardián»?
—Muy sencillo, amiga mía. Por la noche y sin pedir permiso —respondió Berta.
—Pero hay que entrar por algún sitio, forzar alguna puerta…
—¿Es que no me conoces? Estas manos que ves —dijo agitando las palmas— son capaces de hacer lo que se propongan. No es la primera vez que abro una puerta sin llave.
Lucía miraba asombrada a Berta. Era una caja de sorpresas.
—¿Y si nos pillan? —preguntó Lucía.
—¿Y si no averiguamos nada más de tu abuelo? —dijo Berta.
—Sí, supongo que tienes razón. Tendremos que arriesgarnos.
Comenzaron a trazar el plan. Tenía que ser esa noche, con lo que había que proveerse de linterna, además de otros útiles para forzar
puertas, guantes, pasamontañas para no ser reconocidas y de paso evitar el polvo que seguro habría en la cripta. Berta sabía lo que se necesitaba. Decidieron ir esa tarde a un centro comercial alejado, para hacer las compras y no levantar sospechas en el pequeño pueblo.
Una vez en la hospedería, Lucía revisó el plano de la iglesia, para ver por dónde iban a entrar esa noche. Recordó algo y, señalando a Berta el plano, le comunicó sus sospechas de que el fraile vivía allí. Debía de tener sus dependencias junto a la entrada principal de la fachada oeste y pegadas a la torre gemela de la que habían subido ese día. En el plano aparecía un habitáculo y solo podía ser ahí donde viviera. Por tanto la entrada tenían que hacerla por la puerta de la fachada norte, la más alejada, para evitar que les oyera. Sospechaban que esa puerta no se usaba normalmente pero esperaban poder abrirla, ya que, en caso contrario tendrían que intentarlo por la entrada normal de feligreses y turistas.
Esa noche, en restaurante del hotel, apenas consiguieron cenar debido a los nervios. En conversación informal con el camarero, bromeando sobre el parecido del fraile con «Quasimodo», se aseguraron de que vivía en la iglesia.

Era una noche de luna llena cuando dos sigilosas figuras negras, cubiertas con pasamontañas, atravesaron la plaza de la Iglesia de San Martín. Todo el mundo debía de estar durmiendo a esa hora. A lo lejos se oyó ladrar un perro. Rodearon la fachada por la zona de los ábsides, hasta llegar a la puerta norte, cuya cerradura iluminaron con la linterna. Rápidamente Berta, con maestría de ladrón profesional, sacó de la mochila sus herramientas para abrir el antiguo cerrojo de llave de hierro, no sin antes echarle un spray lubricante. También roció las bisagras para amortiguar ruidos, según le había explicado a Lucía. En unos minutos se oyó el «clac» de apertura de la puerta, y con una parsimonia extraordinaria, Berta fue empujando hacia dentro, sin apenas hacer ruido, hasta lograr una rendija suficiente para pasar.
Caminaron por la nave lateral, sin encender la linterna, ya que, por fortuna, entraba la tenue luz de la luna por las ventanas de los ábsides, hacia donde se dirigían. Sombras alargadas, agazapadas tras las columnas, parecía que les acechaban a cada paso. No eran más que estatuas. Terroríficos monstruos les miraban y parecía que giraban la cabeza a cada paso que daban, desde los capiteles de las columnas. Despacio, un poco temblorosas, se acercaron a la penumbra del altar de la izquierda. Solo oían su propia respiración agitada, cuando procedieron a levantar, por segunda vez en el día, la moqueta, ahora casi sin esfuerzo. Enseguida dejaron al descubierto la carcomida y estrecha puerta de entrada a la cripta, que iluminaron con la linterna. Solo tenía un aro y un herrumbroso pestillo que para abrir tuvieron que engrasar. Lentamente, tirando del aro oxidado, la trampilla iba subiendo. Pesaba considerablemente. Los goznes crujían a pesar del spray silenciador. Bruscamente el aro se desprendió de la puerta que, cayendo sobre la entrada, provocó un estrépito descomunal, cuyo eco duró lo que a ellas les pareció una eternidad.
Berta apagó inmediatamente la linterna y se agazapó junto a Lucía. Contuvieron la respiración. No se escuchaba nada. No se vio luz alguna procedente del fondo de la nave. Cuando se aseguraron de no haber sido descubiertas, prosiguieron con la apertura de la puerta. Berta sacó una palanqueta con la que haciendo presión pudo volver a levantarla y entre las dos, con sumo cuidado y esfuerzo consiguieron voltearla, esta vez en silencio.
Bajaron por la estrecha escalera de piedra. Lucía iba delante con la linterna, apartando telarañas, sin poder evitar que alguna se le quedara pegada al verdugo. Al llegar abajo enfocaron a la derecha y descubrieron una angosta sala de paredes de piedra, llena de bajas columnas con capiteles decorados, desconchados, en penoso estado. El suelo crujía al pisar los escombros. Al acercarse a la zona central, situada bajo el altar mayor, descubrieron una reja metálica, que al otro lado tenía tres tumbas. Proyectando el haz de luz sobre el resto de la cripta no vieron lugar alguno, ni piedra o puerta, que pudiera
hacer pensar que al otro lado había algo guardado, salvo la segunda escalera del fondo que debía subir al otro altar.
Lucía cuchicheó a Berta, un poco desanimada:
—No veo dónde podemos buscar los malditos documentos. Como no sea dentro de alguna tumba…
—Mira ahí —dijo Berta señalando la tumba de la derecha— ¿La tapa no está un poco desplazada?
—Es verdad. Además se nota la junta. Si te fijas, las otras dos están selladas. Podríamos…
—A mi me da un poco de repelús, esto de ultrajar a los muertos —dijo Berta un poco cortante, pero añadió— si estoy sola no lo hago. Contigo me atrevo.
Después de abrir con ganzúa la cerradura de la reja de hierro, Berta sacó de su mochila la palanca que había usado antes y pidió a Lucía que le ayudara a desplazar la gruesa losa. Despacio, con dificultad, movieron la piedra hasta dejar el hueco suficiente como para mirar al interior. Conteniendo el aliento se asomaron, enfocando con la linterna. Había una especie de jarapa o tela de saco raída que tapaba un bulto. Se miraron como preguntando quién iba a meter la mano.
Lucía, la menos supersticiosa de las dos, se animó y comenzó a destapar la tela, dejando al descubierto las cuencas de los ojos de un cráneo que le hizo dar un respingo. Se repuso y decidió continuar ante la mirada de pánico de Berta. El resto del esqueleto, algo desmadejado, quedó al descubierto. Algo llamó la atención de Lucía:
—Allí al fondo, veo una cosa oscura. Vamos a mover un poco más la piedra para ver de qué se trata—dijo empuñando ella misma la palanqueta.
Cuando consiguieron desplazar suficientemente la losa, Lucía, metió la mano otra vez, mientras Berta temblorosa apuntaba con la linterna.
—¡Aquí hay unos libros! Mira —le dijo a Berta.

domingo, 5 de julio de 2015

Continuación del segundo capítulo (El abuelo) de la novela corta "¿Punto y final?"







                           2º Capítulo (Continuación) por José Mª García
                                            (EL ABUELO)
Yo creo que te estoy contagiando mis pesadillas —contestó Lucía, ahora divertida.
La recepcionista, al verlas tan agitadas, les preguntó si tenían algún problema. Le contaron el percance con el cerdo y se enteraron de que acababan de conocer al famoso «marrano de San Antón»:
—Todos los años, en junio, se suelta al marrano por las calles de La Alberca —continuó la chica, mientras les entregaba la llave—. Los vecinos lo alimentan durante unos meses, hasta el 17 de enero, fiesta de San Antón, o sea, dentro de unos días, que es cuando rifan al cerdo entre todos los vecinos.
—No sé, no sé… Este cerdo no nos miraba con buenas intenciones —dijo Berta más tranquila.

A las 9 de la noche Lucía y Berta se encontraron con Pedro en la recepción del hostal, como habían acordado. No llovía y decidieron ir andando hasta el restaurante, que tan solo estaba a diez minutos de paseo. Aceleraron el paso, pues el frío de la noche era intenso.
El contraste con la calidez al entrar en El Duende, así se llamaba el sitio, fue notorio. Durante la cena, Pedro se encontró como pez en el agua en su papel de atento y agradable anfitrión, ayudándoles a elegir los platos de diseño, pues por el nombre, era difícil saber su composición.
Pedro contó que no había tenido éxito en sus pesquisas y ellas le confesaron la agitada persecución del verraco. Berta, animada, le tiró de la lengua para que narrara alguna leyenda y él les habló de la historia sobre cierta práctica de nudismo ancestral y adoración al demonio que, supuestamente, practicaba una tribu descubierta en el siglo XVI, por los monjes carmelitas, cuando construyeron el convento bajo la Peña de Francia. A continuación, la conversación derivó hacia el arte y la pintura, donde tanto Pedro como Lucía demostraron sus conocimientos, mientras Berta aprovechaba para deleitarse con sus berenjenas rellenas de arroz y crema de remolacha, recuperándose de la dieta del mediodía.
—Es increíble que mi abuelo naciera y viviera aquí sin que nadie lo recuerde —dijo Lucía en otro momento.
—En realidad, no tanto. Haz cálculos: si nació en 1903 y se marchó de aquí con veinticinco años, o sea en 1928, probablemente solo las personas que tuvieran en esa época un mínimo de veinte años o fueran familiares lo recordarán. Pero familiares, al menos por el apellido Fraile, parece que aquí no hay ninguno —hizo una pausa para beber vino y
prosiguió—. Hay que tener en cuenta que durante aquellos años, y hasta mucho después de la Guerra Civil, mucha gente emigró hacia otras tierras en busca de fortuna, como tu abuelo.
—Entonces, según tú, solo una persona con más de 100 años podría haber tenido contacto con él o siquiera recordarlo —repuso Lucía.
En ese momento a Pedro se le iluminó la cara y añadió:
—¿Cómo no lo había pensado antes? Conozco a una persona que quizás recuerde a tu abuelo.

A la mañana siguiente viajaron los tres por una carretera de curvas, hasta el Santuario de la Peña de Francia. Cuando aparcaron, Berta se acercó a contemplar uno de los miradores, desde el que se divisaban los pueblos de la Sierra. Pedro les señaló abajo, La Alberca y el resto de pueblos, Mogarraz, Sotoserrano y alguno más. Les convenció para no demorar más la visita prevista, dejando para luego dar un paseo por todo el Santuario.

Después de tocar una campanilla, salió a la entrada del edificio una joven monja de hábitos color crudo y velo negro. Pedro le explicó el motivo de la visita y les hizo pasar a una sala de altísimas paredes blancas y lámpara colgante de hierro de forja. Algún mueble antiguo, unos sencillos bancos de madera y enormes cuadros de motivos religiosos atrajeron la atención de Lucía. Cuando Pedro les explicaba algo sobre el origen del convento de dominicos, apareció la monja y les indicó que la siguieran: la hermana Teresa les esperaba.

Tenía 106 años y era la persona más anciana de la provincia de Salamanca, les había dicho Pedro en el viaje. Se encontraba recostada en un sillón, en una soleada y agradable estancia. Era un invernadero, con amplias cristaleras y multitud de flores y plantas. Cuando notó la presencia de los visitantes, levantó la cabeza, cubierta por un velo negro y apartó la vista de una gran lupa con la que leía, al parecer, una Biblia de tapas de cuero. Dos pequeñas rayas horizontales sobre la cara surcada de profundas arrugas, miraron al grupo:
—Buenos días, jóvenes. Siéntense ahí, por favor. Acérquense a mí, que les pueda ver y escuchar —dijo la hermana Teresa con voz temblorosa y dulce, señalando unas sillas de mimbre—. Me ha dicho la hermana María que querían hablar conmigo. ¡Hace tanto que no me visita nadie…!
—Hermana, no sé si me recuerda. Soy Pedro Martín, el escritor. Vine hace unos años a preguntarle sobre las Ermitas de La Alberca, ¿recuerda? —dijo elevando la voz.
—Sí. Creo acordarme… El escritor de la Alberca. Aunque mi memoria ya no es lo que era… ¿No era usted el que quería saber algo de antes de la guerra? ¿Algo sobre el teatro que se celebraba en la Ermita de las Majadas?
—Así es, hermana Teresa. ¡Conserva usted una memoria prodigiosa que ya quisiéramos muchos! Mire, he venido con mis amigas, Lucía y Berta, que tienen interés en conocerla.
—¡Qué guapas y jóvenes! —dijo mientras las dos amigas se miraron cómplices—. Pero, ¿qué motivo les trae a verme? Solo soy un pellejo de carne medio ciega y sorda, esperando la última llamada... Ya no creo que pueda ayudar mucho.
—Al contrario, hermana Teresa. Nos ha dicho Pedro que usted era la persona idónea para tratar de averiguar el origen de mi familia. Mi abuelo nació aquí, en La Alberca, a principios del siglo pasado y estoy buscando a familiares o a quien sepa algo de él. ¿Conoció usted a Alberto Fraile?
La anciana, mirando a Lucía intensamente, y luego a la cristalera, hacia un punto indefinido, comenzó a hablar:

«Nací en el seno de una familia muy adinerada de esta comarca, los Gascón, en Miranda del Castañar. Mi padre, Juan Gascón, era propietario de gran parte de las tierras de los pueblos de la Sierra de Francia, con casas en muchos de ellos, entre otros La Alberca, donde pasábamos los veranos. Mi infancia y juventud transcurrió plácidamente, con todas las comodidades que se podía tener en aquellos tiempos. Junto a mis dos hermanos, recibimos esmerada educación con maestros y sacerdotes que venían a la Casa de Miranda, ya que la escuela más próxima se hallaba demasiado lejos para ir todos los días.
Siempre recordaré que el día 26 de junio de 1922 —tenía yo 12 años —mi padre y toda la familia estuvo en el comité de recepción del Rey Alfonso XIII, cuando vino a La Alberca, después de la visita a las Hurdes. Mi familia era monárquica hasta los tuétanos. También fue defensora acérrima de Primo de Rivera cuando, un año después, este impuso la dictadura tras su golpe de estado. Había que terminar con las
veleidades e incertidumbres de los gobiernos liberales. Mi familia era muy tradicional y defensora de los valores patrióticos y católicos.
Al cumplir los 14 años, durante el verano, mis hermanos y yo tuvimos que ayudar en alguna de las haciendas —en las que trabajaban no menos de mil braceros—, unas veces en tareas agrícolas o ganaderas, otras en la oficina. Mi padre quería que sus hijos conocieran de primera mano los negocios para hacerse cargo de ellos algún día.
Su ilusión era casarme cuando llegara a la mayoría de edad con el hijo de un terrateniente de Guijuelo, que empezaba a despuntar en el negocio del jamón. Era costumbre de los latifundistas de aquellos tiempos hacer una cuidadosa selección de los enlaces matrimoniales de sus hijos, para aumentar la fortuna y pasarla a los herederos. Así había sucedido con los Gascón durante muchas generaciones.
Cuando cumplí dieciocho años intenté demorar el compromiso, al principio con la complicidad de mi madre. ‘Aún era muy joven’, ‘quería seguir estudiando’…Pero de nada valieron las excusas: mi padre impuso finalmente su criterio y en unos meses, en septiembre, debíamos casarnos. No quería dejar pasar la ocasión pues el muchacho era un buen partido. Mi padre siempre con su visión mercantil del amor. El muchacho era educado y culto, si bien algo aburrido, pero en aquel entonces tampoco pensaba yo que el matrimonio pudiera consistir en otra cosa más que un contrato entre dos familias. Mi madre y el sacerdote de la familia me dijeron que el amor y el cariño vendrían solos, en el matrimonio. La boda se iba a celebrar precisamente en la Iglesia de este Santuario...
Faltaban tres meses y el primer día de junio se iniciaba la siega del trigo. Yo me encontraba allí cuando los peones, en mitad de la jornada, pararon y se reunieron alrededor de un hombre curtido y alto, que les arengó subido a un carromato. Decía cosas extrañas para mí. Les habló de la revolución bolchevique y de la toma de poder por los trabajadores en Rusia, hartos de ser explotados por el régimen zarista, de la misma forma que aquí estaba ocurriendo con la Dictadura amparada por el Rey. Llamó a la gente a realizar paros y protestas para los siguientes días y les animó a afiliarse a su sindicato. Era un hombre seductor, hablaba con tanta vehemencia y fuerza que ni mis convicciones, ni mi educación, ni mi estatus fueron impedimento para quedar hechizada, hasta el punto que, después, no fui capaz de decirle nada a mi padre sobre el suceso. Su intensa mirada me traspasó, al terminar el discurso y, acercándose a
mí, me dio su cálida mano –nunca lo olvidaré—. Se presentó y me marché avergonzada, casi huyendo, presa de una gran agitación.
Al día siguiente, algo irresistible me empujó a regresar a la misma zona de trabajo, quería ver a ese hombre que tanto me había turbado, para demostrarme a mí misma que era todo un espejismo. ¡Qué equivocada estaba! Los encuentros, a partir de aquel día, fueron cada vez más frecuentes, su voz, su pelo negro enmarañado, sus manos me cegaban y me impedían ver más allá. Me enamoré locamente, nos enamoramos. Olvidé por completo que estaba prometida. Hice mil pedazos las tradiciones católicas, familiares, el día que nos encontramos secretamente en aquella arboleda junto al río…».

Los tres, Lucía, Pedro y Berta, escucharon el relato en silencio, arrebatados. Las palabras de esta centenaria mujer fluyeron con una elocuencia y naturalidad extraordinarias. Las lágrimas, que habían comenzado a resbalar por los surcos de su cara, interrumpieron el relato. Miró a Lucía y, tomándole la cara entre sus manos, dijo:
—No hay duda: eres su nieta. Tienes su mirada, sus gestos y su boca. Ahora ya lo sabes. Que Dios me perdone.
Lucía no sabía qué decir ante la revelación del pasado de su abuelo junto a esta monja. Un sentimiento de compasión y de complicidad hacia ella le hizo secar sus lágrimas con un pañuelo. La hermana Teresa prosiguió:
—Aquello era demasiado bello y a la vez peligroso. Tenía la sensación de que no podía ser real. Sabía que no podía terminar bien…
—¿Qué sucedió? —preguntó Lucía.
—Tu abuelo era un idealista, que luchaba por las libertades del pueblo, en aquel entonces oprimido por los caciques, como mi padre, que con la compra de votos conseguían asegurar la estabilidad del Régimen desde hacía muchos años.
—Entonces, Teresa, ¿mi abuelo era un revolucionario? Nunca me lo hubiera imaginado, por lo poco que supe de él.
—Sí, lo era, y al mismo tiempo, un loco romántico que cometió la imprudencia de pedirle la mano a mi padre, en lugar de hacerme caso y marcharnos en secreto. Sí, yo también estaba loca… Le propuse huir.
Teresa continuó su relato contando que las consecuencias fueron terribles. El padre, conocedor de las actividades subversivas de Alberto, ordenó que le dieran una paliza y lo echaran de las tierras. Teresa dijo a
su padre que renunciaba al matrimonio con su prometido, pues estaba enamorada de Alberto. El padre dijo que jamás consentiría la unión entre una noble y un plebeyo, que, además, era comunista. Montó en cólera e internó a Teresa en el Convento de las Dueñas, en Salamanca.
—Pero, ¿qué fue de mi abuelo? ¿Nunca le buscó a usted? —preguntó Lucía.
—Sí. Supe por mi madre, años después, que Alberto, una vez repuesto de la paliza, me buscó por todas partes, pero mi padre era experto en comprar voluntades. Mi internamiento en el convento se había hecho en secreto. Por lo visto tu abuelo se marchó de La Alberca, al fallecer su madre unos meses después. Al padre, que era militar, lo habían matado unos años antes en la guerra de Marruecos. Nada le ataba al pueblo, no tenía trabajo y encima tenía como enemigo al dueño de estas tierras.
—¿Y no tenía ningún familiar más, algún tío, primos…?
—No, al menos nunca me habló de ellos. Pero sí que me confesó, avergonzado, que había sido adoptado, quizás por ello no reconocía tener más familiares.
En ese momento Lucía miró perpleja a Berta y Pedro. Esta noticia la descolocaba.
—¿Adoptado? ¿Dónde? —preguntó Berta.
—Si mi memoria no me falla, creo recordar que en Frómista, un pueblo de Palencia. Con menos de un año lo recogieron allí sus padres adoptivos y se lo trajeron a La Alberca. Nunca se lo ocultaron, pero Alberto llevaba muy mal haber sido adoptado. Tal vez de ahí sacó su espíritu rebelde, que luego alimentó con ideas políticas tras su paso por la Universidad de Salamanca.
Lucía, preguntada por Teresa, confesó lo poco que sabía de su abuelo a través de su madre. Siempre se había mostrado muy reservado sobre su vida anterior en La Alberca, quizás —añadió Lucía — debido al dolor que le producían las heridas del pasado.
Llegó la hermana María y anunció que era la hora de comer por lo que la visita debía terminarse. Pedro y las amigas se despidieron de la hermana Teresa, no sin antes prometerle que le escribirían de vez en cuando.

Cuando salieron del convento, Pedro les propuso seguir con la visita a la Iglesia gótica y a un curioso monumento, El Rollo: monumento de
piedra que, según les contó, simbolizaba la independencia que el Rey Juan II dio al priorato en el siglo XV. Allí, en la escalinata, se sentó Lucía, mientras Pedro y Berta se hacían fotos en el mirador de la muralla. Berta decidió subir a una de las torres y Pedro se acercó a Lucía preguntándole:
—¿Qué te pasa? Te veo triste, ausente.
—Pienso en mi abuelo. En todo lo que pasó aquí. En lo que tuvo que sufrir…
—Sí, así debió ser. Pero las personas se rehacen y son capaces de correr una cortina sobre su pasado —repuso Pedro. --Yo creo que tu abuelo, cuando se fue a Valladolid, inició otra vida. Creo que «el Alberto enamorado y revolucionario» murió cuando se marchó de La Alberca.
—Tal vez fue mejor así…olvidar todo. Por ello nunca quiso volver al pueblo, para no reabrir heridas, y nunca contó nada a mi abuela, ni a mi madre —dijo Lucía pensativa.
—Entonces, Lucía, con esto acaba tu investigación, ¿no? —preguntó Pedro.
—Al contrario. Ahora empieza.
—No entiendo, ¿qué más quieres saber? Ya sabes el origen de tu abuelo, conoces lo que aquí vivió, luchó y amó. Después quiso iniciar otra vida en Valladolid, de la cual tú formas parte…
—Precisamente por eso, Pedro, porque yo formo parte de su vida, hay más cosas que debo averiguar. Para poner orden en la mía, en mis pensamientos…
En ese momento Lucía contó a Pedro el origen de su sufrimiento, las pesadillas, el cuadro, la casona, los gritos desgarrados. Le relató la visita al hipnólogo y el motivo verdadero de su viaje junto a Berta.
Pedro se quedó pensativo y finalmente dijo:
—Ahora entiendo tus comentarios y tus gestos con Berta. No querías hablar de ello…
—Me daba vergüenza. Pero ahora pienso que es mejor que lo sepas. Nos estás ayudando tanto…
—Te comprendo. Entiendo lo mal que lo estás pasando. ¿Qué piensas hacer?
—Seguir con la investigación. Necesito llegar al origen, tiene que haber algo en nuestra verdadera familia, los antepasados de mi abuelo, los míos, que está sin resolver. Yo, por la razón que sea, he sido elegida
para esa misión y me temo que no estaré en paz hasta dar con el misterio que me atormenta.
—Pero hace tanto tiempo de todo ello... Solo sabes que tu abuelo tenía unos meses cuando fue adoptado en Frómista en 1903. No se me ocurre qué más puedes hacer.
—¿No lo entiendes? Yo necesito saber dónde nació, quiénes eran sus padres, mis bisabuelos, dónde vivían, por qué lo abandonaron, dónde lo dejaron en adopción ¡Tal vez cuando tenga respuesta a estas preguntas encuentre la paz! —estalló Lucía.
En ese momento lloró y apoyó su cabeza en el hombro de Pedro, que cogió su mano, en silencio. Lucía se sintió reconfortada durante un tiempo que le pareció eterno. Sintió el perfume y el calor del amigo. Un ligero estremecimiento recorrió su cuerpo y se incorporó, soltando la mano de Pedro, al darse cuenta de que se aproximaba Berta.
El resto del día lo pasaron recorriendo la comarca de las Hurdes, pues quiso Pedro que conocieran las maravillas naturales de la zona y los pueblos semiabandonados que una vez recorrió el Rey Alfonso XIII en la época de Alberto y Teresa. Por la tarde, cuando regresaban en el coche, Berta conduciendo y Pedro en el asiento delantero, tenían una animada conversación sobre los espíritus y las leyendas de esos valles y montañas. Lucía, en el asiento trasero, mientras consultaba su móvil, les anunció por sorpresa:
—¡Próxima etapa: Frómista! Lo he decidido. Berta, mañana nos vamos. Tenemos casi trescientos kilómetros hasta llegar allí, así que hemos de madrugar.
—¿Os vais a marchar tan pronto? Con la de cosas que yo os quiero enseñar —preguntó Pedro.
—Sí, Pedro. Tenemos que seguir. Para mí no es un viaje de turismo. Ya te he contado mis pesadillas.
—Lo comprendo. Os voy a echar mucho de menos —dijo girando la cabeza hacia el asiento de atrás.
—Ya te contaremos las peripecias del doctor Watson y Sherlock Holmes —dijo Berta, contagiando sus risas a los demás.