domingo, 5 de julio de 2015

Continuación del segundo capítulo (El abuelo) de la novela corta "¿Punto y final?"







                           2º Capítulo (Continuación) por José Mª García
                                            (EL ABUELO)
Yo creo que te estoy contagiando mis pesadillas —contestó Lucía, ahora divertida.
La recepcionista, al verlas tan agitadas, les preguntó si tenían algún problema. Le contaron el percance con el cerdo y se enteraron de que acababan de conocer al famoso «marrano de San Antón»:
—Todos los años, en junio, se suelta al marrano por las calles de La Alberca —continuó la chica, mientras les entregaba la llave—. Los vecinos lo alimentan durante unos meses, hasta el 17 de enero, fiesta de San Antón, o sea, dentro de unos días, que es cuando rifan al cerdo entre todos los vecinos.
—No sé, no sé… Este cerdo no nos miraba con buenas intenciones —dijo Berta más tranquila.

A las 9 de la noche Lucía y Berta se encontraron con Pedro en la recepción del hostal, como habían acordado. No llovía y decidieron ir andando hasta el restaurante, que tan solo estaba a diez minutos de paseo. Aceleraron el paso, pues el frío de la noche era intenso.
El contraste con la calidez al entrar en El Duende, así se llamaba el sitio, fue notorio. Durante la cena, Pedro se encontró como pez en el agua en su papel de atento y agradable anfitrión, ayudándoles a elegir los platos de diseño, pues por el nombre, era difícil saber su composición.
Pedro contó que no había tenido éxito en sus pesquisas y ellas le confesaron la agitada persecución del verraco. Berta, animada, le tiró de la lengua para que narrara alguna leyenda y él les habló de la historia sobre cierta práctica de nudismo ancestral y adoración al demonio que, supuestamente, practicaba una tribu descubierta en el siglo XVI, por los monjes carmelitas, cuando construyeron el convento bajo la Peña de Francia. A continuación, la conversación derivó hacia el arte y la pintura, donde tanto Pedro como Lucía demostraron sus conocimientos, mientras Berta aprovechaba para deleitarse con sus berenjenas rellenas de arroz y crema de remolacha, recuperándose de la dieta del mediodía.
—Es increíble que mi abuelo naciera y viviera aquí sin que nadie lo recuerde —dijo Lucía en otro momento.
—En realidad, no tanto. Haz cálculos: si nació en 1903 y se marchó de aquí con veinticinco años, o sea en 1928, probablemente solo las personas que tuvieran en esa época un mínimo de veinte años o fueran familiares lo recordarán. Pero familiares, al menos por el apellido Fraile, parece que aquí no hay ninguno —hizo una pausa para beber vino y
prosiguió—. Hay que tener en cuenta que durante aquellos años, y hasta mucho después de la Guerra Civil, mucha gente emigró hacia otras tierras en busca de fortuna, como tu abuelo.
—Entonces, según tú, solo una persona con más de 100 años podría haber tenido contacto con él o siquiera recordarlo —repuso Lucía.
En ese momento a Pedro se le iluminó la cara y añadió:
—¿Cómo no lo había pensado antes? Conozco a una persona que quizás recuerde a tu abuelo.

A la mañana siguiente viajaron los tres por una carretera de curvas, hasta el Santuario de la Peña de Francia. Cuando aparcaron, Berta se acercó a contemplar uno de los miradores, desde el que se divisaban los pueblos de la Sierra. Pedro les señaló abajo, La Alberca y el resto de pueblos, Mogarraz, Sotoserrano y alguno más. Les convenció para no demorar más la visita prevista, dejando para luego dar un paseo por todo el Santuario.

Después de tocar una campanilla, salió a la entrada del edificio una joven monja de hábitos color crudo y velo negro. Pedro le explicó el motivo de la visita y les hizo pasar a una sala de altísimas paredes blancas y lámpara colgante de hierro de forja. Algún mueble antiguo, unos sencillos bancos de madera y enormes cuadros de motivos religiosos atrajeron la atención de Lucía. Cuando Pedro les explicaba algo sobre el origen del convento de dominicos, apareció la monja y les indicó que la siguieran: la hermana Teresa les esperaba.

Tenía 106 años y era la persona más anciana de la provincia de Salamanca, les había dicho Pedro en el viaje. Se encontraba recostada en un sillón, en una soleada y agradable estancia. Era un invernadero, con amplias cristaleras y multitud de flores y plantas. Cuando notó la presencia de los visitantes, levantó la cabeza, cubierta por un velo negro y apartó la vista de una gran lupa con la que leía, al parecer, una Biblia de tapas de cuero. Dos pequeñas rayas horizontales sobre la cara surcada de profundas arrugas, miraron al grupo:
—Buenos días, jóvenes. Siéntense ahí, por favor. Acérquense a mí, que les pueda ver y escuchar —dijo la hermana Teresa con voz temblorosa y dulce, señalando unas sillas de mimbre—. Me ha dicho la hermana María que querían hablar conmigo. ¡Hace tanto que no me visita nadie…!
—Hermana, no sé si me recuerda. Soy Pedro Martín, el escritor. Vine hace unos años a preguntarle sobre las Ermitas de La Alberca, ¿recuerda? —dijo elevando la voz.
—Sí. Creo acordarme… El escritor de la Alberca. Aunque mi memoria ya no es lo que era… ¿No era usted el que quería saber algo de antes de la guerra? ¿Algo sobre el teatro que se celebraba en la Ermita de las Majadas?
—Así es, hermana Teresa. ¡Conserva usted una memoria prodigiosa que ya quisiéramos muchos! Mire, he venido con mis amigas, Lucía y Berta, que tienen interés en conocerla.
—¡Qué guapas y jóvenes! —dijo mientras las dos amigas se miraron cómplices—. Pero, ¿qué motivo les trae a verme? Solo soy un pellejo de carne medio ciega y sorda, esperando la última llamada... Ya no creo que pueda ayudar mucho.
—Al contrario, hermana Teresa. Nos ha dicho Pedro que usted era la persona idónea para tratar de averiguar el origen de mi familia. Mi abuelo nació aquí, en La Alberca, a principios del siglo pasado y estoy buscando a familiares o a quien sepa algo de él. ¿Conoció usted a Alberto Fraile?
La anciana, mirando a Lucía intensamente, y luego a la cristalera, hacia un punto indefinido, comenzó a hablar:

«Nací en el seno de una familia muy adinerada de esta comarca, los Gascón, en Miranda del Castañar. Mi padre, Juan Gascón, era propietario de gran parte de las tierras de los pueblos de la Sierra de Francia, con casas en muchos de ellos, entre otros La Alberca, donde pasábamos los veranos. Mi infancia y juventud transcurrió plácidamente, con todas las comodidades que se podía tener en aquellos tiempos. Junto a mis dos hermanos, recibimos esmerada educación con maestros y sacerdotes que venían a la Casa de Miranda, ya que la escuela más próxima se hallaba demasiado lejos para ir todos los días.
Siempre recordaré que el día 26 de junio de 1922 —tenía yo 12 años —mi padre y toda la familia estuvo en el comité de recepción del Rey Alfonso XIII, cuando vino a La Alberca, después de la visita a las Hurdes. Mi familia era monárquica hasta los tuétanos. También fue defensora acérrima de Primo de Rivera cuando, un año después, este impuso la dictadura tras su golpe de estado. Había que terminar con las
veleidades e incertidumbres de los gobiernos liberales. Mi familia era muy tradicional y defensora de los valores patrióticos y católicos.
Al cumplir los 14 años, durante el verano, mis hermanos y yo tuvimos que ayudar en alguna de las haciendas —en las que trabajaban no menos de mil braceros—, unas veces en tareas agrícolas o ganaderas, otras en la oficina. Mi padre quería que sus hijos conocieran de primera mano los negocios para hacerse cargo de ellos algún día.
Su ilusión era casarme cuando llegara a la mayoría de edad con el hijo de un terrateniente de Guijuelo, que empezaba a despuntar en el negocio del jamón. Era costumbre de los latifundistas de aquellos tiempos hacer una cuidadosa selección de los enlaces matrimoniales de sus hijos, para aumentar la fortuna y pasarla a los herederos. Así había sucedido con los Gascón durante muchas generaciones.
Cuando cumplí dieciocho años intenté demorar el compromiso, al principio con la complicidad de mi madre. ‘Aún era muy joven’, ‘quería seguir estudiando’…Pero de nada valieron las excusas: mi padre impuso finalmente su criterio y en unos meses, en septiembre, debíamos casarnos. No quería dejar pasar la ocasión pues el muchacho era un buen partido. Mi padre siempre con su visión mercantil del amor. El muchacho era educado y culto, si bien algo aburrido, pero en aquel entonces tampoco pensaba yo que el matrimonio pudiera consistir en otra cosa más que un contrato entre dos familias. Mi madre y el sacerdote de la familia me dijeron que el amor y el cariño vendrían solos, en el matrimonio. La boda se iba a celebrar precisamente en la Iglesia de este Santuario...
Faltaban tres meses y el primer día de junio se iniciaba la siega del trigo. Yo me encontraba allí cuando los peones, en mitad de la jornada, pararon y se reunieron alrededor de un hombre curtido y alto, que les arengó subido a un carromato. Decía cosas extrañas para mí. Les habló de la revolución bolchevique y de la toma de poder por los trabajadores en Rusia, hartos de ser explotados por el régimen zarista, de la misma forma que aquí estaba ocurriendo con la Dictadura amparada por el Rey. Llamó a la gente a realizar paros y protestas para los siguientes días y les animó a afiliarse a su sindicato. Era un hombre seductor, hablaba con tanta vehemencia y fuerza que ni mis convicciones, ni mi educación, ni mi estatus fueron impedimento para quedar hechizada, hasta el punto que, después, no fui capaz de decirle nada a mi padre sobre el suceso. Su intensa mirada me traspasó, al terminar el discurso y, acercándose a
mí, me dio su cálida mano –nunca lo olvidaré—. Se presentó y me marché avergonzada, casi huyendo, presa de una gran agitación.
Al día siguiente, algo irresistible me empujó a regresar a la misma zona de trabajo, quería ver a ese hombre que tanto me había turbado, para demostrarme a mí misma que era todo un espejismo. ¡Qué equivocada estaba! Los encuentros, a partir de aquel día, fueron cada vez más frecuentes, su voz, su pelo negro enmarañado, sus manos me cegaban y me impedían ver más allá. Me enamoré locamente, nos enamoramos. Olvidé por completo que estaba prometida. Hice mil pedazos las tradiciones católicas, familiares, el día que nos encontramos secretamente en aquella arboleda junto al río…».

Los tres, Lucía, Pedro y Berta, escucharon el relato en silencio, arrebatados. Las palabras de esta centenaria mujer fluyeron con una elocuencia y naturalidad extraordinarias. Las lágrimas, que habían comenzado a resbalar por los surcos de su cara, interrumpieron el relato. Miró a Lucía y, tomándole la cara entre sus manos, dijo:
—No hay duda: eres su nieta. Tienes su mirada, sus gestos y su boca. Ahora ya lo sabes. Que Dios me perdone.
Lucía no sabía qué decir ante la revelación del pasado de su abuelo junto a esta monja. Un sentimiento de compasión y de complicidad hacia ella le hizo secar sus lágrimas con un pañuelo. La hermana Teresa prosiguió:
—Aquello era demasiado bello y a la vez peligroso. Tenía la sensación de que no podía ser real. Sabía que no podía terminar bien…
—¿Qué sucedió? —preguntó Lucía.
—Tu abuelo era un idealista, que luchaba por las libertades del pueblo, en aquel entonces oprimido por los caciques, como mi padre, que con la compra de votos conseguían asegurar la estabilidad del Régimen desde hacía muchos años.
—Entonces, Teresa, ¿mi abuelo era un revolucionario? Nunca me lo hubiera imaginado, por lo poco que supe de él.
—Sí, lo era, y al mismo tiempo, un loco romántico que cometió la imprudencia de pedirle la mano a mi padre, en lugar de hacerme caso y marcharnos en secreto. Sí, yo también estaba loca… Le propuse huir.
Teresa continuó su relato contando que las consecuencias fueron terribles. El padre, conocedor de las actividades subversivas de Alberto, ordenó que le dieran una paliza y lo echaran de las tierras. Teresa dijo a
su padre que renunciaba al matrimonio con su prometido, pues estaba enamorada de Alberto. El padre dijo que jamás consentiría la unión entre una noble y un plebeyo, que, además, era comunista. Montó en cólera e internó a Teresa en el Convento de las Dueñas, en Salamanca.
—Pero, ¿qué fue de mi abuelo? ¿Nunca le buscó a usted? —preguntó Lucía.
—Sí. Supe por mi madre, años después, que Alberto, una vez repuesto de la paliza, me buscó por todas partes, pero mi padre era experto en comprar voluntades. Mi internamiento en el convento se había hecho en secreto. Por lo visto tu abuelo se marchó de La Alberca, al fallecer su madre unos meses después. Al padre, que era militar, lo habían matado unos años antes en la guerra de Marruecos. Nada le ataba al pueblo, no tenía trabajo y encima tenía como enemigo al dueño de estas tierras.
—¿Y no tenía ningún familiar más, algún tío, primos…?
—No, al menos nunca me habló de ellos. Pero sí que me confesó, avergonzado, que había sido adoptado, quizás por ello no reconocía tener más familiares.
En ese momento Lucía miró perpleja a Berta y Pedro. Esta noticia la descolocaba.
—¿Adoptado? ¿Dónde? —preguntó Berta.
—Si mi memoria no me falla, creo recordar que en Frómista, un pueblo de Palencia. Con menos de un año lo recogieron allí sus padres adoptivos y se lo trajeron a La Alberca. Nunca se lo ocultaron, pero Alberto llevaba muy mal haber sido adoptado. Tal vez de ahí sacó su espíritu rebelde, que luego alimentó con ideas políticas tras su paso por la Universidad de Salamanca.
Lucía, preguntada por Teresa, confesó lo poco que sabía de su abuelo a través de su madre. Siempre se había mostrado muy reservado sobre su vida anterior en La Alberca, quizás —añadió Lucía — debido al dolor que le producían las heridas del pasado.
Llegó la hermana María y anunció que era la hora de comer por lo que la visita debía terminarse. Pedro y las amigas se despidieron de la hermana Teresa, no sin antes prometerle que le escribirían de vez en cuando.

Cuando salieron del convento, Pedro les propuso seguir con la visita a la Iglesia gótica y a un curioso monumento, El Rollo: monumento de
piedra que, según les contó, simbolizaba la independencia que el Rey Juan II dio al priorato en el siglo XV. Allí, en la escalinata, se sentó Lucía, mientras Pedro y Berta se hacían fotos en el mirador de la muralla. Berta decidió subir a una de las torres y Pedro se acercó a Lucía preguntándole:
—¿Qué te pasa? Te veo triste, ausente.
—Pienso en mi abuelo. En todo lo que pasó aquí. En lo que tuvo que sufrir…
—Sí, así debió ser. Pero las personas se rehacen y son capaces de correr una cortina sobre su pasado —repuso Pedro. --Yo creo que tu abuelo, cuando se fue a Valladolid, inició otra vida. Creo que «el Alberto enamorado y revolucionario» murió cuando se marchó de La Alberca.
—Tal vez fue mejor así…olvidar todo. Por ello nunca quiso volver al pueblo, para no reabrir heridas, y nunca contó nada a mi abuela, ni a mi madre —dijo Lucía pensativa.
—Entonces, Lucía, con esto acaba tu investigación, ¿no? —preguntó Pedro.
—Al contrario. Ahora empieza.
—No entiendo, ¿qué más quieres saber? Ya sabes el origen de tu abuelo, conoces lo que aquí vivió, luchó y amó. Después quiso iniciar otra vida en Valladolid, de la cual tú formas parte…
—Precisamente por eso, Pedro, porque yo formo parte de su vida, hay más cosas que debo averiguar. Para poner orden en la mía, en mis pensamientos…
En ese momento Lucía contó a Pedro el origen de su sufrimiento, las pesadillas, el cuadro, la casona, los gritos desgarrados. Le relató la visita al hipnólogo y el motivo verdadero de su viaje junto a Berta.
Pedro se quedó pensativo y finalmente dijo:
—Ahora entiendo tus comentarios y tus gestos con Berta. No querías hablar de ello…
—Me daba vergüenza. Pero ahora pienso que es mejor que lo sepas. Nos estás ayudando tanto…
—Te comprendo. Entiendo lo mal que lo estás pasando. ¿Qué piensas hacer?
—Seguir con la investigación. Necesito llegar al origen, tiene que haber algo en nuestra verdadera familia, los antepasados de mi abuelo, los míos, que está sin resolver. Yo, por la razón que sea, he sido elegida
para esa misión y me temo que no estaré en paz hasta dar con el misterio que me atormenta.
—Pero hace tanto tiempo de todo ello... Solo sabes que tu abuelo tenía unos meses cuando fue adoptado en Frómista en 1903. No se me ocurre qué más puedes hacer.
—¿No lo entiendes? Yo necesito saber dónde nació, quiénes eran sus padres, mis bisabuelos, dónde vivían, por qué lo abandonaron, dónde lo dejaron en adopción ¡Tal vez cuando tenga respuesta a estas preguntas encuentre la paz! —estalló Lucía.
En ese momento lloró y apoyó su cabeza en el hombro de Pedro, que cogió su mano, en silencio. Lucía se sintió reconfortada durante un tiempo que le pareció eterno. Sintió el perfume y el calor del amigo. Un ligero estremecimiento recorrió su cuerpo y se incorporó, soltando la mano de Pedro, al darse cuenta de que se aproximaba Berta.
El resto del día lo pasaron recorriendo la comarca de las Hurdes, pues quiso Pedro que conocieran las maravillas naturales de la zona y los pueblos semiabandonados que una vez recorrió el Rey Alfonso XIII en la época de Alberto y Teresa. Por la tarde, cuando regresaban en el coche, Berta conduciendo y Pedro en el asiento delantero, tenían una animada conversación sobre los espíritus y las leyendas de esos valles y montañas. Lucía, en el asiento trasero, mientras consultaba su móvil, les anunció por sorpresa:
—¡Próxima etapa: Frómista! Lo he decidido. Berta, mañana nos vamos. Tenemos casi trescientos kilómetros hasta llegar allí, así que hemos de madrugar.
—¿Os vais a marchar tan pronto? Con la de cosas que yo os quiero enseñar —preguntó Pedro.
—Sí, Pedro. Tenemos que seguir. Para mí no es un viaje de turismo. Ya te he contado mis pesadillas.
—Lo comprendo. Os voy a echar mucho de menos —dijo girando la cabeza hacia el asiento de atrás.
—Ya te contaremos las peripecias del doctor Watson y Sherlock Holmes —dijo Berta, contagiando sus risas a los demás.

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