sábado, 27 de junio de 2015

EL ABUELO (2º CAPÍTULO)




CAPÍTULO II

EL ABUELO
Autor: José María García

«El viento soplaba con fuerza, azotando entre sí las ramas de los frondosos árboles. La empujaba hacia un lado y otro y, sin poder evitarlo, la sacaba de la senda que conducía a la casa, apenas visible por la niebla. Cayó al suelo. Se oía el gemido rítmico de una de las ventanas de las torres...»

Las escobillas del Ford trataban de limpiar las finas gotas que caían sobre la luna delantera. Berta estaba concentrada en la carretera cuando Lucía abrió los ojos a tiempo de ver pasar un cartel que decía PARQUE NATURAL.

—¡Uf! Otra vez la casona, no hay manera de que las palmeras me dejen en paz —aquellas fueron las primeras palabras de Lucía—. ¿Falta mucho?
—Buenos días, bella durmiente, casi hemos llegado —contestó Berta—. Un par de curvas o tres y, según el mapa, fin del viaje. ¡Mira qué bonito es el parque de las Batuecas!
—Precioso, con esos árboles…, parecen robles…, tan misteriosos, vestidos de musgo. ¿Cómo ha ido el viaje, Berta?
—Excelente, porque solo ha empezado a llover ahora que estamos llegando. Y tú, por lo que veo, sigues con tus pesados sueños.
—Sí, pero tengo el presentimiento de que a partir de hoy ha de cambiar mi suerte, nuestra suerte; te he embarcado en esta historia y saldremos juntas de ella —contestó Lucía.
—Ya sabes, amiga mía, que por ti haré cualquier cosa que me pidas. Con la de veces que tú me has ayudado en mis locuras…
Aparcaron el coche en una pequeña plaza, a la entrada de La Alberca, presidida por una elevada cruz de piedra y cuatro columnas alineadas, emparejadas y cubiertas por dinteles, que anunciaban el cuidadoso estilo arquitectónico del pueblo, de construcciones antiguas y calles empedradas.
El hostal Elías, en el que habían reservado habitación, se encontraba en esa misma plaza, con lo que no tuvieron ni que preguntar. Se instalaron en su habitación y decidieron que no tenían tiempo que perder para conocer el pueblo e iniciar las pesquisas. Pidieron información y un mapa de la villa a la recepcionista, que les recomendó que salieran por la calle del Tablao, hacia la Plaza Mayor para situarse en el centro.
Había dejado de llover, por lo que el paseo hacia la plaza fue de lo más encantador y, cómo no, aprovecharon para hacerse fotos en los escaparates de tiendas típicas y ante las casas antiguas de fachada de granito y piedra. Se reían las amigas, cogidas del brazo, por los resbalones que, de vez en cuando, experimentaban debido a la humedad sobre el adoquinado de piedras. Un hombre con sombrero de lluvia se les cruzó y, con una franca sonrisa, les dijo:
—Si no quieren acabar en el suelo con un tobillo en forma de bota, les aconsejo que vayan por el lateral derecho de la calle.
Las dos amigas se miraron cómplices y se echaron a reír.
— Gracias —dijo finalmente Lucía—. ¿Vamos bien por aquí hacia la Plaza Mayor?
El simpático hombre de pelo cano, descubriendo su sombrero al modo medieval, les dijo que sí y les deseó que tuvieran un buen día, lo que provocó más risas en ellas.
Al llegar a la Plaza Mayor, Lucía contuvo el aliento por el espectáculo. Era más o menos rectangular. Con casas de dos alturas que parecían construidas en dos etapas diferentes: la parte baja, con paredes y soportales de piedra y granito; el piso alto, con balcón, tenía un curioso
entramado de vigas de madera. En el centro de la plaza, la belleza de una gran cruz de piedra enmohecida, les impulsó a fotografiarse en todas las perspectivas posibles. Se sentían como hacía veinte años, muy jóvenes y llenas de vida. Posaron e hicieron gracias provocando la curiosidad de algún que otro viejo, de traje de pana y bastón, que pasaba por allí.
Pensaron que era hora de comer y, sin más, entraron a una taberna llamada El Verraco, que divisaron bajo los soportales, en una esquina de la plaza.
Cuando se sentaron, Berta miró hacia la barra y preguntó a Lucía:
—¿Tendrán verduras aquí? Mira, todo lleno de jamones y embutidos.
—Me temo que no, Berta. No quería decírtelo, pero estamos en la patria del cerdo ibérico. El nombre del restaurante ya lo dice.
Se acercó el camarero con una carta, les aconsejó sobre los platos típicos y Berta le preguntó si tenían algún menú vegetariano. El muchacho, algo lacónico, contestó mirando hacia lo que colgaba de la barra, que «buscaría algo por ahí detrás».
Lucía hacía honores al «cabrito cochifrito» que le habían recomendado y Berta daba cuenta de una menestra, quizás de conserva. Al terminar, el camarero se les acercó para preguntar:
—¿Qué tal ha ido la comida?
—Muy rico el cabrito —contestó Lucía mirando a Berta con cara de guasa, quien se encogió de hombros como única respuesta.
—Les puedo ofrecer de postre, recomendado por la casa, las perrunillas y amarguillos, acompañadas de un licor de la Sierra —dijo el muchacho.
—Eso de «perroniñas» ¿es animal o vegetal? —preguntó Berta algo seria.
—Esté tranquila; son pastas, sin patas ni rabo —contestó el camarero mientras las mujeres estallaban de risa. En ese momento vieron entrar al hombre del sombrero de lluvia, con mochila, que acercándose a la mesa, les dijo:
—Hola, bellas y divertidas damas. Hola Manuel —guiñó un ojo al camarero y a continuación las miró sonriente—. Veo que han encontrado el mejor sitio para comer y, además, no se han torcido un tobillo.
—¿Don Pedro, disculpe, le pongo lo de siempre? —interrumpió en voz baja el camarero.
—Sí, pero no te pases que ayer tenía más ron que café y luego casi no pude trabajar —dijo con otro guiño—. Voy a la mesa de costumbre.
Lucía dio una patada bajo la mesa a Berta, cuando ésta dijo con cierto desparpajo que se sentara con ellas.
—Gracias, será un placer. Mi nombre es Pedro —dijo, ofreciendo su mano a las dos mujeres mientras se quitaba el sombrero. Dejó la mochila en el suelo y se sentó.
—Ella es Lucía y yo Berta. Encantada. ¿Quieres probar con nosotras las «perronenas» o como se diga, que nos van a traer?
Los tres soltaron fuertes carcajadas, que hicieron volver la vista a los pocos comensales que se encontraban en ese momento en el restaurante. Pedro les habló un poco de los dulces y alimentos típicos de la zona y les recomendó los hornazos y, sobre todo, los embutidos ibéricos. Lucía dijo que ella, con seguridad, probaría todo antes de marcharse del pueblo, pero de Berta tenía sus dudas:
—Creo que tú vas a adelgazar en este viaje los kilos que yo voy a engordar —dijo mirando a Berta.
—O, quién sabe, a lo mejor termino por dejar mis historias vegetarianas y me da por comer algún bicho autóctono —respondió Berta comiéndose la segunda pasta, mojada en licor.
—Veo que al dulce no le haces ascos, así que creo que sobrevivirás —dijo Pedro, y continuó preguntando—. Si no es mucha indiscreción, ¿qué os trae por este pueblo perdido de la Sierra de Francia, en esta época del año?
—Pues un poco de todo. Turismo, buscar a mis antepasados… —contestó Lucía
—¿Tienes familia aquí?
—No sé, es posible. Mi abuelo se llamaba Alberto Fraile González y nació aquí en 1903. Cuando tenía 25 años se marchó a Valladolid, donde echó raíces. De allí somos toda la familia, al menos la conocida.
—Y tú buscas la que pueda quedar por aquí…
—Sí, así es.
—Con ese apellido, Fraile, no conozco a nadie y soy de aquí, aunque he vivido muchos años fuera. Tu abuelo... ¿nunca os contó nada? ¿Nunca regresó a su tierra?
—No. No llegué a conocerlo. Murió unos años antes de que yo naciera, lo mismo que mi abuela. Según mi madre, su padre era muy reservado. El tema de La Alberca era tabú en la familia, por lo visto. Creo
que ni siquiera mi abuela debió de saber mucho más. Pero, seguro que te estamos aburriendo con el «culebrón» y tendrás algo mejor que hacer.
—¡Qué va! Aquí la vida es algo gris y monótona, especialmente en invierno, y está muy bien conocer a gente de fuera, a personas como vosotras, que me cuentan historias interesantes. Así me inspiro más en mis relatos.
—¿Eres escritor? —preguntó fascinada Berta.
—Sí, algo he publicado, cinco novelas y algunos ensayos de historia, pero seguro que no os suena mi nombre, Pedro Martín Bellod…
—No sé, igual si me dices el título de una de tus novelas...—siguió Berta, en un gesto de buena voluntad.
—Mi última novela la publiqué hace un año, «El Crimen Charro», y el último ensayo, «Mitos y Leyendas de Las Batuecas» —dejó caer Pedro sin mucho convencimiento—. ¿Las conocéis?
—No, creo que no —contestó Berta, mientras Lucía negaba con la cabeza—. Con lo que a mí me gustan las leyendas y los misterios sin resolver... Por eso le ha costado bien poco a mi amiga convencerme para acompañarla y resolver el enigma de su familia y tratar de… —Sintió otra patada bajo la mesa, que cortó en seco su locuacidad.
Pedro ignoró el gesto y siguió hablando de ciertas personas a las que iba a preguntar esa tarde por el abuelo de Lucía. Les recomendó, sobre el plano, los monumentos y calles que podían visitar. Las convenció para cenar juntos, en un sitio que les iba a gustar a las dos —«tienen verduras», aseguró— y así contarles sus averiguaciones sobre Alberto Fraile.

Durante la tarde las amigas se dedicaron a hacer turismo por las calles estrechas, de balconadas muy coloristas, donde tenían colgados para secar pimientos y calabazas. Visitaron la Iglesia y una casa típica museo. Preguntaron a algunas personas mayores, sobre el abuelo y el apellido, pero nadie lo recordaba.
De regreso al hostal, algo desanimadas, cansadas y con frío, nada más doblar una esquina se encontraron de frente con un enorme animal: era un cerdo negro que las estaba mirando; estaban paralizadas. Cuando el cerdo se les acercó olisqueando, corrieron asustadas y no pararon hasta entrar en el hostal.
—¿Son alucinaciones mías o nos perseguía ese cerdo? —preguntó casi gritando Berta.

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