domingo, 12 de julio de 2015

LA CRIPTA Capítulo III de ¿Punto y final?



CAPITULO III

                                          LA CRIPTA
Autor: José María García


A la mañana siguiente Berta fue la primera que abrió los ojos. Le dolía algo la cabeza, fruto de la velada nocturna de despedida de los tres amigos, que habían tomado alguna copa de más. Comenzaba a clarear el día, un rayo de luz iluminaba levemente el dormitorio. Su amiga dormía inquieta, movía la cabeza y los párpados; daba patadas. Incorporándose de su cama tocó levemente el hombro de Lucía, quien bruscamente abrió los ojos y la miró como diciendo «otra vez». Sí, tampoco esa noche se había librado de las pesadillas, y contó que en ese momento soñaba que estaba en el jardín de esa casa, en medio de una terrible tormenta. Se había despertado justo cuando sonaba un relámpago.
Enseguida hicieron el equipaje, desayunaron y se pusieron en marcha. Tenían un largo viaje por delante y no había que desaprovechar ni un instante. Además Berta estaba consumiendo sus vacaciones.
Hacia el mediodía entraban en Frómista, después de un itinerario algo monótono. Había conducido Lucía todo el tiempo ya que, según dijo a Berta, no le sentaba bien dormirse en el coche, cosa que con seguridad le ocurriría si viajaba de copiloto.
Fueron directamente al hotel recomendado en internet, Hospedería del Peregrino, llevándose una grata sorpresa por la belleza y solidez del antiguo edificio. Dejaron las maletas en la habitación y salieron a tomar un bocado, muy cerca del hotel, donde el amable recepcionista les aconsejó. Como estaban cansadas, decidieron regresar y dormir una buena siesta para recuperar energía.
A media tarde salieron a pasear y recorrer el pueblo, cosa que hicieron muy rápidamente. Apenas 20 calles y 800 habitantes —que vivían de la agricultura y algo del turismo por estar en la ruta del Camino de Santiago— definían el tamaño del pueblo. Muy cerca del hotel se encontraron con la majestuosidad y sencillez de la Iglesia de San Martín, «estilo románico, sin lugar a dudas» —dijo Lucía. Se encontraron con unos cuantos turistas a esa hora, seguramente peregrinos, que se relajaban haciendo fotografías y adquiriendo cultura. La recorrieron por fuera. Tenía la ventaja de no disponer de edificación civil anexa, con lo que pudieron apreciar la armonía del conjunto. Lucía era experta en arte y le fue señalando a Berta curiosidades como el cimborrio octogonal junto a los tres ábsides, orientados al este. Hacia el oeste la porticada principal tenía en los extremos de la fachada dos elevadas torres que alojaban las campanas. El conjunto era precioso, rodeado de cierto aire de misterio, al reflejarse en la parte superior de la iglesia la luz naranja del atardecer. Bajo los tejados extrañas sombras alargadas, debido a multitud de curiosas figuritas mitológicas de animales y seres extraños —canecillos, según Lucía— rodeaban todo el edificio. Mientras hacían fotos, igual que algunos peregrinos del Camino, se dirigieron hacia una puerta pequeña, cerca del ábside sur. Parecía la entrada. Tenían la intención de ver por dentro la iglesia, pero un viejo con hábito de color terroso, encorvado y apoyado en un bastón, les impidió la entrada:
—Está cerrado ¡Ya son más de las seis! —dijo el fraile mostrando su boca desdentada, mientras señalaba el cartel del horario.
Las amigas dieron media vuelta ante el desagradable cancerbero de la iglesia y decidieron volver al día siguiente por la mañana. Al llegar al hotel, el simpático recepcionista, que terminaba su turno de trabajo, les preguntó si querían ver el edificio, a lo que las amigas respondieron afirmativamente. Mientras les mostraba las dependencias, contó que el edificio se construyó en 1772, por el Marqués de la Ensenada, como almacén de granos de cereales. Posteriormente, en el siglo XIX, fue restaurado y ocupado por la orden Religiosa de los Hermanos Peregrinos, con lo que se transformó en Monasterio que, al estar en el Camino de Santiago, se destinó a albergar a los peregrinos que decidían pasar allí la noche.
—También fue casa de acogida de huérfanos y pobres —dijo el chico, mientras les enseñaba el pequeño claustro rodeado de columnas.
—¿Cuándo dejó de funcionar como hospicio? —preguntó Lucía con los ojos abiertos de par en par.
—En el año 31, al inicio de la Segunda República, debido a un incendio. En aquellos momentos se desató una ola anticlerical que obligó a los Hermanos Peregrinos a marcharse a otros Monasterios más seguros.
—Entonces… ¿el edificio se quemó entero? —preguntó Berta.
—No. Solo una parte. El ala sur, la dedicada a hospicio y biblioteca —respondió el muchacho.
—¿Qué ocurrió con todos los documentos de esa época? —preguntó Berta.
—Por lo que yo sé, prácticamente se quemaron todos. Al parecer los Hermanos, en su precipitada huída, se fueron con lo puesto.
—¿Y en la parte que se salvó, no quedaron documentos? —preguntó Lucía con un hilo de voz.
A ello contestó negativamente el muchacho. En ese momento Berta vio como se le enrojecían los ojos a su amiga y entendió lo que
sentía: sin papeles era imposible seguir adelante con la investigación sobre la adopción de su abuelo. Berta le explicó al chico que lo que buscaban era muy concreto: los libros de registro de huérfanos entregados en adopción de unos determinados años. El chico, guiñando un ojo a ambas, dijo:
—En el pueblo, de toda la vida, ha circulado la leyenda de que algunos libros se guardaron en la cripta de la Iglesia de San Martín, pero nunca se ha podido comprobar. Yo nunca vi nada, aparte de las tumbas, bóvedas y columnas.
—Pero, la cripta se puede visitar, ¿no? —dijo Lucía algo esperanzada.
—No. Está cerrada al público. Solo en la festividad de San Martín, el 11 de noviembre, la Iglesia permitía, hasta hace unos años, que los feligreses entraran para honrar las reliquias de sus muertos. Se hacía un recorrido de bajada por una estrecha escalera y de subida por la otra para evitar atascos.
Cuando el recepcionista se marchó, las dos amigas decidieron que al día siguiente, como tenían previsto, harían la visita a la Iglesia e intentarían, de alguna manera, visitar la cripta. Era la única pista posible, por muy endeble que fuera.
A la mañana siguiente fueron a la oficina de turismo, donde consiguieron información, folletos y planos de la Iglesia de San Martín. Les confirmaron que la cripta no era visitable desde hacía veinte años, debido al deterioro de las bóvedas y columnas, cuyas policromías comenzaron a desprenderse con el trasiego de gente. Hace unos años se inició un proyecto de restauración por parte del Ministerio de Cultura, pero con la crisis y los recortes, se supone que aún tardaría unos años en llevarse a cabo. Aunque la iglesia, del siglo XI, había sido restaurada en 1894 y declarada Monumento Nacional, después de varios siglos de progresivo abandono, inexplicablemente la restauración no se hizo sobre la cripta, que conservaba su primitivo estado bajo el suelo del altar y los ábsides.
Se acercaron a la entrada sur de la Iglesia, la única abierta para el público. Unos cuantos peregrinos hacían cola para sacar el ticket de entrada. El siniestro fraile de la tarde anterior, con cara de pocos amigos, sentado tras una vieja y carcomida mesa les dio las entradas y un folleto, indicando con áspera voz que no se podían hacer fotos ni tocar cuadros o figuras.
Al entrar, se sumieron en la más absoluta oscuridad, hasta que sus ojos se adaptaron a la penumbra. Era una típica iglesia románica de tres naves, que orientadas hacia el este, estaban encabezadas por tres ábsides. En el central había un sencillo altar con crucifijo. Los laterales tenían dos pequeños altares. Dieron una vuelta a lo largo de todo el perímetro de la iglesia, contemplando los pilares cruciformes y capiteles con muchísimas figuras mitológicas, de animales, monstruos y guerreros. Subieron a la única de las dos torres adosadas a la fachada oeste, que tenía la puerta abierta. Arriba, a través de las troneras y campanas, se podía contemplar toda Frómista y el fuerte colorido de las tierras palentinas que la rodeaban. Esa mañana las dos amigas estaban relajadas y felices.
Decidieron bajar y averiguar dónde podían estar las puertas de entrada y salida de la cripta, que no habían visto cuando estaban frente al altar central. Quizás estaban en los ábsides laterales Acercándose al pequeño altar que había en la nave de la derecha, pasaron otra vez junto al fraile jorobado, quien no les quitaba ojo. La luz natural que entraba por los tres ventanales del ábside era suficiente para inspeccionar todo. Sobre el altar había un pequeño sagrario de madera tallada, pero no se veía sobre las paredes ninguna puerta que pudiera conducir a la cripta. Tampoco se podían acercar mucho ya que había una cuerda de pasamanería roja, sujeta a las columnas laterales, con un cartel de prohibido el paso. Continuaron revisando otra vez el altar mayor y finalmente el pequeño altar sobre el ábside izquierdo, todos con sus cuerdas protectoras. En ese momento Berta tuvo una ocurrencia, dirigiendo la mirada bajo el altar:
— ¡Bingo! —dijo en voz baja, --¿te has fijado en la vieja moqueta que cubre el suelo? El de la derecha está igual.
Acto seguido se miraron cómplices y cuando vieron al vigilante atender a otros turistas que llegaban, Berta, que era la más atrevida, pasó por debajo de la cuerda, que mantuvo levantada para que cruzara Lucía. Las dos intentaron despegar por algún sitio la polvorienta alfombra, que parecía incrustada en el suelo hasta que, por fin, justo bajo el altar, pudieron levantarla. Poco a poco, ya que el despegado hacía ruido, consiguieron atisbar en la penumbra, lo que parecía que era la esquina de una vieja puerta de madera sobre el suelo.
—¿Qué diablos están haciendo? —oyeron a sus espaldas mientras levantaban una nube de polvo al soltar precipitadamente la moqueta.
—¡Salgan de ahí! ¡Es que no ven la prohibición! —les gruñó el feo guardián, amenazándoles con el bastón.
Nerviosas, avergonzadas y sacudiéndose la ropa, salieron de la iglesia. Decidieron, para calmarse, ir a un bar de la plaza para tomarse una cerveza. Berta, como siempre alocada y decidida, le dijo a Lucía que tenían que bajar a la cripta por una de aquellas puertas. Lucía ponía pegas:
—¿Cómo entramos otra vez y eludimos al «perro guardián»?
—Muy sencillo, amiga mía. Por la noche y sin pedir permiso —respondió Berta.
—Pero hay que entrar por algún sitio, forzar alguna puerta…
—¿Es que no me conoces? Estas manos que ves —dijo agitando las palmas— son capaces de hacer lo que se propongan. No es la primera vez que abro una puerta sin llave.
Lucía miraba asombrada a Berta. Era una caja de sorpresas.
—¿Y si nos pillan? —preguntó Lucía.
—¿Y si no averiguamos nada más de tu abuelo? —dijo Berta.
—Sí, supongo que tienes razón. Tendremos que arriesgarnos.
Comenzaron a trazar el plan. Tenía que ser esa noche, con lo que había que proveerse de linterna, además de otros útiles para forzar
puertas, guantes, pasamontañas para no ser reconocidas y de paso evitar el polvo que seguro habría en la cripta. Berta sabía lo que se necesitaba. Decidieron ir esa tarde a un centro comercial alejado, para hacer las compras y no levantar sospechas en el pequeño pueblo.
Una vez en la hospedería, Lucía revisó el plano de la iglesia, para ver por dónde iban a entrar esa noche. Recordó algo y, señalando a Berta el plano, le comunicó sus sospechas de que el fraile vivía allí. Debía de tener sus dependencias junto a la entrada principal de la fachada oeste y pegadas a la torre gemela de la que habían subido ese día. En el plano aparecía un habitáculo y solo podía ser ahí donde viviera. Por tanto la entrada tenían que hacerla por la puerta de la fachada norte, la más alejada, para evitar que les oyera. Sospechaban que esa puerta no se usaba normalmente pero esperaban poder abrirla, ya que, en caso contrario tendrían que intentarlo por la entrada normal de feligreses y turistas.
Esa noche, en restaurante del hotel, apenas consiguieron cenar debido a los nervios. En conversación informal con el camarero, bromeando sobre el parecido del fraile con «Quasimodo», se aseguraron de que vivía en la iglesia.

Era una noche de luna llena cuando dos sigilosas figuras negras, cubiertas con pasamontañas, atravesaron la plaza de la Iglesia de San Martín. Todo el mundo debía de estar durmiendo a esa hora. A lo lejos se oyó ladrar un perro. Rodearon la fachada por la zona de los ábsides, hasta llegar a la puerta norte, cuya cerradura iluminaron con la linterna. Rápidamente Berta, con maestría de ladrón profesional, sacó de la mochila sus herramientas para abrir el antiguo cerrojo de llave de hierro, no sin antes echarle un spray lubricante. También roció las bisagras para amortiguar ruidos, según le había explicado a Lucía. En unos minutos se oyó el «clac» de apertura de la puerta, y con una parsimonia extraordinaria, Berta fue empujando hacia dentro, sin apenas hacer ruido, hasta lograr una rendija suficiente para pasar.
Caminaron por la nave lateral, sin encender la linterna, ya que, por fortuna, entraba la tenue luz de la luna por las ventanas de los ábsides, hacia donde se dirigían. Sombras alargadas, agazapadas tras las columnas, parecía que les acechaban a cada paso. No eran más que estatuas. Terroríficos monstruos les miraban y parecía que giraban la cabeza a cada paso que daban, desde los capiteles de las columnas. Despacio, un poco temblorosas, se acercaron a la penumbra del altar de la izquierda. Solo oían su propia respiración agitada, cuando procedieron a levantar, por segunda vez en el día, la moqueta, ahora casi sin esfuerzo. Enseguida dejaron al descubierto la carcomida y estrecha puerta de entrada a la cripta, que iluminaron con la linterna. Solo tenía un aro y un herrumbroso pestillo que para abrir tuvieron que engrasar. Lentamente, tirando del aro oxidado, la trampilla iba subiendo. Pesaba considerablemente. Los goznes crujían a pesar del spray silenciador. Bruscamente el aro se desprendió de la puerta que, cayendo sobre la entrada, provocó un estrépito descomunal, cuyo eco duró lo que a ellas les pareció una eternidad.
Berta apagó inmediatamente la linterna y se agazapó junto a Lucía. Contuvieron la respiración. No se escuchaba nada. No se vio luz alguna procedente del fondo de la nave. Cuando se aseguraron de no haber sido descubiertas, prosiguieron con la apertura de la puerta. Berta sacó una palanqueta con la que haciendo presión pudo volver a levantarla y entre las dos, con sumo cuidado y esfuerzo consiguieron voltearla, esta vez en silencio.
Bajaron por la estrecha escalera de piedra. Lucía iba delante con la linterna, apartando telarañas, sin poder evitar que alguna se le quedara pegada al verdugo. Al llegar abajo enfocaron a la derecha y descubrieron una angosta sala de paredes de piedra, llena de bajas columnas con capiteles decorados, desconchados, en penoso estado. El suelo crujía al pisar los escombros. Al acercarse a la zona central, situada bajo el altar mayor, descubrieron una reja metálica, que al otro lado tenía tres tumbas. Proyectando el haz de luz sobre el resto de la cripta no vieron lugar alguno, ni piedra o puerta, que pudiera
hacer pensar que al otro lado había algo guardado, salvo la segunda escalera del fondo que debía subir al otro altar.
Lucía cuchicheó a Berta, un poco desanimada:
—No veo dónde podemos buscar los malditos documentos. Como no sea dentro de alguna tumba…
—Mira ahí —dijo Berta señalando la tumba de la derecha— ¿La tapa no está un poco desplazada?
—Es verdad. Además se nota la junta. Si te fijas, las otras dos están selladas. Podríamos…
—A mi me da un poco de repelús, esto de ultrajar a los muertos —dijo Berta un poco cortante, pero añadió— si estoy sola no lo hago. Contigo me atrevo.
Después de abrir con ganzúa la cerradura de la reja de hierro, Berta sacó de su mochila la palanca que había usado antes y pidió a Lucía que le ayudara a desplazar la gruesa losa. Despacio, con dificultad, movieron la piedra hasta dejar el hueco suficiente como para mirar al interior. Conteniendo el aliento se asomaron, enfocando con la linterna. Había una especie de jarapa o tela de saco raída que tapaba un bulto. Se miraron como preguntando quién iba a meter la mano.
Lucía, la menos supersticiosa de las dos, se animó y comenzó a destapar la tela, dejando al descubierto las cuencas de los ojos de un cráneo que le hizo dar un respingo. Se repuso y decidió continuar ante la mirada de pánico de Berta. El resto del esqueleto, algo desmadejado, quedó al descubierto. Algo llamó la atención de Lucía:
—Allí al fondo, veo una cosa oscura. Vamos a mover un poco más la piedra para ver de qué se trata—dijo empuñando ella misma la palanqueta.
Cuando consiguieron desplazar suficientemente la losa, Lucía, metió la mano otra vez, mientras Berta temblorosa apuntaba con la linterna.
—¡Aquí hay unos libros! Mira —le dijo a Berta.

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