domingo, 19 de julio de 2015

LA CRIPTA (Continuación)




LA CRIPTA (Continuación)
José Mª García García

Entonces notó a través del guante, una cosa viscosa o blanda que se removió, una serpiente o una rata quizás. El grito de Lucía, y el de Berta a coro, resonaron como un extraño cántico gregoriano sobre las bóvedas de la cripta. Las dos amigas se quedaron paralizadas, mirando hacia las escaleras por las que habían bajado. Transcurrió un tiempo indeterminado en absoluto silencio. Entonces sintieron claramente unos pasos de alguien que arrastraba un pie y golpeaba el suelo rítmicamente con un bastón, que se acercaba hasta pararse sobre sus cabezas. « ¡Quién anda por ahí!» —sonó el desagradable graznido del fraile. Era como si hubiera un altavoz en la cripta conectado a un micrófono del altar.
Al sentirse descubiertas, reaccionaron de inmediato, se miraron preguntándose qué hacer y Lucía, que conservaba la cabeza algo más fría, señaló la otra escalera, hacia la que se dirigieron a toda prisa. Cuándo iniciaron la subida, Berta le pidió a Lucía que la esperara, porque había olvidado la mochila. Lucía, agazapada en la oscuridad de la escalera, aterrorizada, oyó como los pasos de arriba se desplazaban lentamente hacia la entrada por la que habían descendido antes. Vio en el otro extremo de la cripta una débil iluminación parpadeante, que poco a poco aumentaba su intensidad. «¡Berta!», gritó mentalmente Lucía. De repente la linterna de Berta vino corriendo hacia ella, mientras sonaban los pasos y el bastón del fraile, que descendía por las escaleras del otro extremo. Reagrupadas las dos amigas señalaron hacia arriba, la puerta cerrada, y subieron a toda prisa. Era la única oportunidad que tenían de escapar: empujar con todas sus fuerzas y tratar de abrir esa puerta. « ¡Sé que están ahí!» oyeron claramente cuando ambas al unísono, desde lo alto de la escalera, empujaron la madera con todas sus fuerzas, que crujió pero no cedió. « ¡No se saldrán con la suya!» sonó más cercana la voz. Cogiéndose de las manos, hicieron una última embestida sobre la puerta, dotadas de la brutal fuerza que da el instinto de supervivencia. La madera, seguramente podrida se hizo añicos, deshaciéndose sobre sus hombros y pasamontañas. Empujaron la polvorienta alfombra, no sin
dificultad y tosiendo sin parar, hasta que consiguieron separarla del suelo. Salieron al espacio del altar derecho y echaron a correr en la penumbra. La linterna la habían perdido en la escalera. Lucía tropezó con el banco de la primera fila y cayó al suelo. Cuando Berta la ayudaba a incorporarse, la figura del fraile, con una especie de camisón blanco, tan solo estaba a unos quince metros. Les apuntaba con su linterna y no paraba de gritarles, amenazadoramente, para que se detuvieran. Lucía, cojeando, al haberse lastimado una pierna, y Berta, ayudándole, consiguieron salir al pasillo lateral y a la puerta por la que habían entrado sin que el fraile les diera alcance.
Una vez en el exterior, bajo la luz de la luna, corrieron a esconderse en unos jardines próximos donde, agachadas tras un seto, observaron que el fantasmal cancerbero se asomaba a la puerta. Este, tras inspeccionar a uno y otro lado, decidió entrar de nuevo, golpeando contrariado el suelo con su bastón.
Esperaron un rato, sin oír nada raro, salvo el perro que ladraba a lo lejos. Algo más tranquilas, se desprendieron de los guantes y el pasamontañas. Se sacudieron el polvo y las virutas de la ropa antes de regresar al hotel. Eran las dos de la madrugada. El amigo recepcionista, que estaba de guardia esa noche, les abrió la puerta. Las miró entre divertido y extrañado y les dio las buenas noches. Cuando entraron al ascensor, se vieron por primera vez reflejadas en el espejo y empezaron a reírse como locas liberándose de la tensión acumulada en las últimas horas: tenían rodales ennegrecidos alrededor de los ojos y de la boca que les daban un aspecto muy cómico.
Al llegar a la habitación, Lucía, dolorida por el golpe, empezó a cambiar el gesto y dijo:
—Nos hemos librado de «Quasimodo» por los pelos, pero ahora está todo perdido. Por mi culpa. Los libros se quedaron…
—¿Te refieres a estos? —dijo una Berta exultante, mientras sacaba dos viejos tomos de la mochila.
Lucía abrazó llorando a su amiga quien al mirarla y ver el efecto de payaso que le producían las lágrimas sobre los rodales de los ojos, soltó una carcajada.

Como es natural, el grado de excitación no les iba a permitir dormir esa noche, sin antes inspeccionar los libros, uno de ellos con un borde algo chamuscado. Después de sacudir el polvo cuidadosamente para que no se rompiera, tomaron el primer libro, cuyo título borroso sobre el cuero envejecido era: «Registro de adopciones. Hospicio de Hermanos Oradores Peregrinos. De 15 enero 1857 a 31 de Julio de 1902». El otro libro, mucho más nuevo y mejor conservado, aunque con una punta ennegrecida, tenía el mismo título, pero solo contenía la fecha de inicio: 1 de agosto de 1902 hasta…, aparecía en blanco.
Decidieron mirar entre las fechas de 1902 y 1903, ya que de haber algo sobre el abuelo Alberto tenía que ser ahí. No sin mucho esfuerzo, debido a la caligrafía con pluma, antigua y rebuscada, a veces borrosa debido al efecto de la humedad sobre la tinta, consiguieron finalmente encontrar en el segundo libro, con fecha 23 de septiembre de 1902, la entrada en el hospicio del niño Alberto Expósito. No había ningún Alberto más en ese año. Se había entregado por una persona cuya firma casi ilegible, figuraba en un borde parcialmente quemado, y empezaba por «Borr…». En la página de adopciones encontraron que el niño Alberto Expósito fue adoptado, con fecha 16 de junio de 1903, por un matrimonio de La Alberca, provincia de Salamanca, tomando los apellidos de los padres adoptivos: Fraile González.
Las dos daban saltos de alegría al encontrar, por fin, el nombre del abuelo de Lucía. Aunque no era mucho, habían dado un paso importante para averiguar los orígenes. Lástima que el nombre de la persona que lo entregó fuera ininteligible.
Decidieron que aquel día, lleno de emociones, debían darlo por concluido y, después de esconder la ropa sucia y los libros en sendas
bolsas, se dieron una ducha, frotándose a conciencia la suciedad, y se acostaron.
A la mañana siguiente, sobre las nueve, unos tenues golpes en la puerta, las despertaron. Lucía, en ropa interior, entreabrió la puerta y oyó:
—Buenos días. ¿Puedo pasar? Soy José, el de recepción. Es importante que hablemos —dijo misterioso.
—Pero… estamos medio dormidas aún. ¿No puedes esperar?
—No. Es por un suceso ocurrido anoche, en la Iglesia. Parece que dos personas desconocidas profanaron una tumba. La policía está preguntando a todo el mundo y enseguida estarán en el hotel.
—Espera un segundo, que nos pongamos algo encima y te abro— dijo Lucía entornando la puerta y sacudiendo a Berta para que se levantara de inmediato. Se colocaron unas holgadas camisetas y dejaron entrar a José.
— ¿Qué tiene que ver con nosotras esa profanación? —dijo Lucía
—No soy policía, pero coincide que sois dos. Me preguntasteis anteayer por los documentos del antiguo Hospicio de los Hermanos Peregrinos y os informé de la posibilidad de que estuvieran en la cripta. Y llegasteis anoche a las dos, en un estado lamentable, justo después de la hora en que Fray Pancracio dice haber sorprendido a dos sujetos con pasamontañas en la cripta. ¿Sigo?
—Ya veo que estamos perdidas. ¿Nos vas a denunciar? -–preguntó Lucía.
—No veo el motivo. No me parecéis vulgares profanadoras de tumbas ni ladronas, aunque sí guapas atrevidas. Contadme qué habéis encontrado y por qué lo habéis hecho.
Lucía hizo un rápido resumen de los motivos de la investigación y de los documentos hallados, que le habían permitido encontrar el origen de su abuelo. Mostraron los libros a José.
—Os propongo un trato. Yo os doy unas fotocopias de las páginas que os interesan del libro y me entregáis los originales. Puedo,
perfectamente, declarar a la Policía que anoche no entró ni salió nadie del hotel después de las diez de la noche, por ejemplo…
—Deben ser muy valiosos esos libros, cuando te expones tanto —dijo Berta, ya más espabilada.
—Valor en sí, ninguno. Solo para mí, porque llevaba muchos años tratando de encontrarlos para mis investigaciones históricas y mis colecciones privadas. Me encantan los libros antiguos.
—Trato hecho —dijo Lucía estrechando su mano y entregándole los libros—. Pero escóndenos esta bolsa de ropa polvorienta donde nadie pueda encontrarla nunca. Tal vez dentro de la caldera.
José se marchó con los bultos, no sin antes recordarles que se dieran prisa, por el posible interrogatorio. Se arreglaron y bajaron a desayunar tranquilamente, con cara de no haber matado una mosca en su vida.
Al terminar, ya estaban en recepción los inspectores. José les llamó y las presentó. Les hicieron pasar a un despacho y las sometieron a un interrogatorio normal, sobre lo que habían hecho el día anterior. Por supuesto reconocieron haber saltado por la mañana el cordón ya que eran expertas en arte románico y querían ver el estado de conservación de la puerta de entrada a la cripta, cerrada ya tantos años. Berta dijo que querían preparar un informe para la Universidad, a ver si conseguían acelerar la llegada de las subvenciones para la reforma. Debió sonar muy creíble. «Ahí estuviste genial, Berta, improvisando lo del informe para las subvenciones» —reconoció después Lucía.
Como el delito era prácticamente inexistente, solo el allanamiento de la iglesia y la apertura de una tumba, pero sin robo aparente alguno —Fray Pancracio debía desconocer lo de los libros— y dado que la declaración de José había sido en la línea acordada, los policías terminaron enseguida el rutinario e inútil interrogatorio. Las dejaron marchar pidiéndoles colaboración en caso de que oyeran algo sospechoso de algún peregrino o turista del Camino de Santiago.
Lucía y Berta decidieron tomarse un día de relajación total, para superar el estrés, paseándose por los pueblos de alrededor, y probando la deliciosa gastronomía palentina, mientras pensaban en el próximo paso. Al día siguiente bajaron el equipaje a recepción y allí estaba José, esta vez de turno de día, a quien pidieron la factura. Entre tanto, les preguntó en voz baja:
—Me pica la curiosidad: ¿Y ahora qué vais a hacer? ¿Cómo vais a proseguir con las investigaciones? —mientras les entregaba disimuladamente un sobre con las fotocopias prometidas.
—Seguiremos recorriendo otros Monasterios de los Hermanos Oradores Peregrinos, para ver si encontramos alguna pista que nos conduzca al señor «Borr…». No se me ocurre nada más —dijo Lucía.
—Os puedo decir, como ya os anticipé, que los monjes que huyeron de aquí durante la República se fueron a dos Monasterios: el de Santa María de Carracedo, en Ponferrada y el de San Francisco, en Betanzos. Pero lo que quizás no sepáis es que el primero está en ruinas, fue abandonado enseguida por la Orden y se encuentra en proceso de restauración. El segundo se quemó totalmente en mitad de la Guerra civil. Dudo que podáis conseguir información allí.
—¿Y qué fue de los monjes de la Orden? —preguntó Berta ante el silencio de Lucía.
—La Orden se disolvió, pero algunos expertos historiadores dicen que los monjes marcharon a Francia, uniéndose a otra orden benedictina.
Viendo a las amigas desanimadas, José tuvo una inspiración y, tratando de ayudarlas, preguntó a Lucía:
—¿Tienes una fotografía de algún cuadro de la casona que pintas?
—Sí, mira estas fotos —dijo alargando su móvil
José contempló las diversas fotos de cuadros de la casa, del jardín, con las camelias y las dos palmeras flanqueando la entrada… Sonriendo devolvió el móvil a Lucía y dijo:
—Podíais haber empezado por ahí. Está clarísimo —continuó—. Es un pazo gallego típico. De la época de los indianos que emigraron a
América. Deberíais ir directamente a Betanzos sin perder más tiempo e indagar en la pista de esas fotos. No puede haber muchos pazos como ese.
Las dos amigas, agradecidas, cubrieron de besos a un José abochornado tras el mostrador, sobre todo cuando se dio cuenta de que unos clientes estaban esperando su turno en la cola.

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